El Hermano de la Nieve

Pseudónimo: Dafne entre cantueso
Autora: Marta Marco Alario
Finalista

En la Sierra Norte de Guadalajara, donde el aire aún parece tener la inocencia de lo intacto, se levantan las montañas como guardianas silenciosas de una memoria que nadie escribió pero que todos intuyen. Entre robledales de hojas dentadas que tiemblan como espejos verdes al menor soplo, y entre los matorrales donde la gayuba trepa con paciencia humilde, existe un monte cuyo nombre se pronuncia con un respeto suave; el Pico del Lobo.

Hace mucho, cuando los hombres aún caminaban con asombro entre las jaras y el cantueso sin haber perdido del todo la facultad de escuchar a las piedras, cuando las noches eran hondas y verdaderas, y en ellas cabía el misterio como un animal agazapado… cuando el invierno posaba su manto de nieve en las laderas, vivía una manada de lobos grises, de pelaje bruñido como la ceniza que queda después de la hoguera. Eran lobos de mirada sabia, compañeros del silencio y custodios de la frontera entre lo humano y lo sagrado.

No bajaban a los pueblos —esas aldeas de piedra, con chimeneas que dejaban subir un humo dulce de encina—, pero sus aullidos se escuchaban desde Valverde hasta Majaelrayo, y los niños, arropados, creían oír en ellos una oración hecha de viento.

Dicen que el más grande de aquellos lobos era distinto; tenía en el lomo una mancha blanca, como si la luna hubiera dejado en su piel la huella de su luz. Nadie supo nunca si era un animal real o un espíritu errante disfrazado de carne.

Lo llamaban “el Hermano de la Nieve”, porque su andar ligero no dejaba huella en los neveros del Ocejón ni en las ventiscas que arreciaban en las Piquerinas.

Cuenta la leyenda que una joven pastora de Campillo de Ranas solía subir hasta las praderas altas para recoger cantueso y piñones de roble. Tenía los ojos oscuros y brillantes, del mismo tono que la gayuba madura, y el corazón limpio de quien nunca ha sentido miedo del monte. Una tarde de verano, cuando el sol se despedía tiñendo de cobre los riscos, encontró al gran lobo herido. Una lanza había rozado su costado, y su respiración era un jadeo áspero.

Valiente, se acercó. Había en los ojos del animal una súplica que no se parecía en nada a la fiereza. Entonces arrancó trozos de su pañuelo, los empapó en agua fresca de un arroyo escondido entre helechos y curó la herida con sus manos. El lobo no se resistió; dejó que ella tejiera sobre su cuerpo un gesto de compasión.

Durante días, regresó en secreto al mismo lugar, llevando miel para calmar la herida y hojas de jara machacadas como ungüento. El animal sanaba despacio y entre ambos nació un pacto sin palabras. Ella cuidaba del lobo y el lobo guardaba el camino por donde ella ascendía.

Un atardecer, sin embargo, el cielo se cubrió de un gris denso y las nubes bajaron como un rebaño oscuro sobre los collados. El viento sopló con furia y en la tormenta, ella perdió el sendero. El agua anegaba las jaras, los robles crujían como barcos a punto de quebrarse y el corazón de la joven temblaba entre el trueno y la soledad.

Fue entonces cuando un aullido rasgó la lluvia. Era el Hermano de la Nieve, que se abrió paso entre la ventisca para guiarla. Sus ojos eran dos brasas encendidas y su lomo brillaba como un faro blanco. Ella siguió su silueta entre el caos del monte hasta alcanzar la seguridad de su aldea.

Al llegar, el lobo la miró por última vez. En su pupila había un agradecimiento antiguo, como si llevara siglos aguardando ese encuentro. Luego subió hacia la cima más alta, donde el cielo se fundía con la tierra, y se perdió en la neblina. Nadie volvió a verlo jamás.

Desde aquella noche, los vecinos comenzaron a llamar a esa cumbre el Pico del Lobo. No lo hicieron por temor, sino por memoria. Sabían que, en lo alto, cuando el viento sopla en círculos y la nieve se arremolina como un rezo, aún se escucha un eco que no es del todo humano ni del todo animal. Un aullido largo, tejido de gratitud y ternura, que recuerda que entre la sierra y quienes la habitan hubo una vez un pacto secreto.

Hoy, cuando uno sube hasta esas alturas y contempla el horizonte desplegado como un mar de sierras sucesivas —el Ocejón con su porte noble, los robledales extendiéndose como un oleaje verde y las jaras perfumando los bordes del camino—, puede sentir, si afina el alma, que todavía camina a su lado la sombra de aquel lobo. Y que la montaña, al pronunciar su nombre, no guarda un recuerdo de miedo, sino un canto de fidelidad, de cuidado y de infinita ternura.