Pseudónimo: El último romero
Autor: Jesús de la Vega García
Finalista

El coche se adentró en la sinuosa carretera que se retorcía serpenteante entre montañas de pizarra dormidas. A cada curva, el mundo de asfalto y prisas quedaba más atrás, disolviéndose en el espejo retrovisor hasta ser solo un recuerdo borroso. Frente a mí, se alzaba el reino de la piedra negra y el silencio: la Sierra Norte de Guadalajara. Era un regreso, no solo a un lugar, sino a una parte de mí que había dejado olvidada entre los robledales y los arroyos helados.
El aire, fresco y puro, se colaba por la ventanilla abierta. Olía a tierra mojada, a pino y a un aroma que ya solo estremece en el recuerdo. Los últimos rayos del sol se aferraban a las cimas de los picos, tiñendo el cielo de un naranja y violeta imposibles.
En la hondonada los pueblos negros se acomodaban en las laderas como pequeñas colonias de tejones, construidos con la misma pizarra que les daba cobijo. Sus siluetas oscuras, casi invisibles a la distancia, prometían historias de frío y de braseros calientes.
Enfilando Semillas, paré en un mirador. El viento, que aquí arriba era el único que dictaba las normas, susurraba entre los árboles. El sonido de un cencerro lejano rompía la quietud, un eco ancestral que me recordaba que la vida en estos valles seguía el ritmo de las estaciones y de los animales, no el de los relojes. Me bajé del coche y me senté en un banco de piedra. El tacto frío y áspero me ancló al momento. Cerré los ojos e intenté absorberlo todo: el canto de un petirrojo, la fragancia de las jaras, el silencio abrumador… que solo se encuentra en lugares donde la naturaleza sigue siendo la reina indiscutible.
De niño pasaba los veranos en Las Navas. Mis abuelos vivían en una de esas casas de piedra oscura. No había televisión, ni internet, ni siquiera una cobertura de teléfono decente y, sin embargo, nunca me aburría. Mis días se llenaban jugueteando por la ribera del Arroyo de San Cristóbal y con esporádicas visitas al cercano bosque de la Tejera Negra, un lugar mágico donde las hayas se alzaban como catedrales vivas.
En otoño, la alfombra de hojas ocres y rojizas era tan densa que caminar se convertía en un susurro, un crujido constante bajo los pies. Mis manos de niño se manchaban de barro y mis rodillas de cicatrices. Recuerdo las tardes enteras buscando setas, guiado por la sabiduría de mi abuelo, que parecía conocer cada piedra y cada árbol del lugar.
El Arroyo de Las Fraguas era mi lugar secreto. El agua, transparente y helada, incluso en julio, corría sobre guijarros pulidos por siglos. Me sentaba en la orilla, observando a las libélulas y a las truchas que se escondían bajo las rocas. En ese arroyo aprendí que el tiempo fluye, como el agua, inexorablemente, y que la única forma de capturar un momento es vivirlo plenamente, sin pensar en el después.
El recuerdo me arrancó una sonrisa. La gente de estos pueblos, curtida por el sol y el frío, tenía una forma de hablar pausada y sabia, llena de un conocimiento que no se aprende en los libros. Eran guardianes de tradiciones, de historias contadas al amor de la lumbre, de recetas de calderetas de cordero que sabían a gloria. Su sencillez y su generosidad eran un bálsamo para mi alma de niño, acostumbrada a la frialdad de la ciudad.
Ahora, de vuelta, encontraba que el tiempo había pasado… ¡O no! Todo a mi alrededor había mejorado pero la esencia de la Sierra permanecía intacta.
El paisaje era el mismo lienzo de verdes, ocres y grises. El silencio, el mismo. La hospitalidad de sus gentes, la misma. Sentía una conexión innegable con esta tierra. No era solo un destino turístico, no era una simple postal. Era un lugar que me había moldeado, que había grabado en mi memoria el valor de la quietud, la belleza de lo sencillo y la fuerza de la naturaleza.
Al anochecer, mientras las primeras estrellas titilaban en el firmamento, volví a encender el silencioso motor. Curiosamente, el mp3 reproducía “Con manchas de soledad”.
La luz de los pueblos negros se encendió: pequeños puntos de ámbar en la inmensidad oscura. No me quedé… esta vez, no. Pero el regreso había cumplido su propósito. Había recuperado un pedazo de mi alma que había dejado aquí. Sabía que la Sierra Norte de Guadalajara estaría esperándome, inmutable, lista para ofrecerme su paz cada vez que necesitara volver a encontrarme.
Y recordé al poeta olvidado y su sabia reflexión aparejada: “Recordar es otra forma de volver a encontrarse”. La nostalgia, destruye. El recuerdo, gratifica.


