Aullares

Pseudónimo: Luzalar

Autor: Miguel Ángel Romo Sánchez

Primer premio

Los lobos no medimos el tiempo. No existen relojes ni almanaques en la espesura de los bosques para nosotros, solo estaciones que se suceden como ancianas letanías, y el cuerpo, que intuye aquello que la mente no necesita nombrar para entender.

He vivido lo suficiente como para saber que no hay partida, regreso, hambre, dolor, placer o muerte más tenaz que el olvido. Yo lo aprendí de la nieve que se derrama como yesca macilenta bajo el aliento del alba; del viento que, con su párvula lengua y el roce de sus yemas encendidas, desciende por la garganta del Sorbe; del sueño hayedo en La Tejera Negra durante el gélido invierno…

Nací norte arriba, donde el Duero serpentea entre encinas y canchales, y los pastores, bendiciendo prados y rebaños, aún guardan el ancestral rito de las cañadas trashumancias. Crecí con la huida; la manada se rompía cada luna entre los riscos. Así me acostumbré a trotar en solitario. Fueron el miedo y el viento peregrino quienes me trajeron aquí, a esta sierra despoblada, donde sus habitantes se aferran a la piedra como si temieran convertirse en aire; donde las zarzas cierran caminos como si la tierra se negara a que los pasos volvieran sobre ella.

Crucé la Sierra de Océn por collados antiguos y veredas. Atravesé aldeas en las que la grisura descansa sobre tejados de pizarra; encontré el caño herrumbroso de una árida fuente; tapias que se derrumban con dulzura trepadas por la hiedra; calles, sin pulso en las venas, yaciendo al pie de la memoria, y chimeneas dormidas con su vestigio de brasas abrazando las cenizas.

He morado entre los robles de Campillo de Ranas. He cruzado ríos que todavía huelen a cumbre. He oído al búho ulular entre las ruinas de El Vado, allí donde el pantano tragó el alma del valle y la soledad, lentamente, se posó con un manto opaco, húmedo y denso, como los labios de la sed tras la tormenta. He recorrido también pozas y neveros; atravesado pinares que crecen en umbrías donde la luz apenas osa transitar y el bosque respira despacioso como un animal moribundo.

Una noche, bajo el Pico del Lobo, dormí junto a una loma de retamas. El cielo era terso, sin costuras, y las estrellas colgaban del vacío de sus lágrimas detenidas. Soñé que era hombre, que encendía lumbre en una cocina de adobe, que acariciaba a un corzo, que oía reír a los niños entre jaras y juncales. Soñé que era humano, sí, que mi desnuda sombra no tenía borde, y que mi voz no se disolvía en la brisa como humo de leña; mas desperté solo, solo otra vez, completamente solo, con el pecho prendido de anhelos hirientes.

Hay rincones en los que las lluvias me confían nombres sueltos: Palancares, Vihuela, Roblelacasa, La Vereda, Peñalba… Los repito sumido en un rezo callado. Pueblos añosos que fueron hogar y que ahora son el amortajado hálito de un ayer desvanecido. Lugares, algunos, que se desmoronan digeridos sin violencia por la ruina: ventanas roídas; muros por cuyas grietas se cuela el zumbido de las abejas como un enjambre fantasma; puertas abiertas que son bocas que ya no llaman a nadie.

Me tumbo en sus plazas, dejo que me cubra la escarcha con su níveo sudario que no arropa. Cierro los ojos y escucho. No el presente. Oigo lo que queda. Porque algo resta siempre de lo que fue, aunque sea el pasado y el frío de su intemperie. Permanece el aroma del tomillo, que brota junto al canto de la alondra en Campillejo. El murmullo cristalino del agua en los arroyos. Las huellas de los que amaron y migraron, marcadas en las cortezas de los chopos en Arbancón. El canto tenue de la tórtola en los setos de Galve.

La abuela miel buscando su panal en Colmenares. Las viejas voces resonando en los mudos lavaderos. Queda el mundo sin gentes, y las gentes sin mundo cuando el recuerdo se apaga.

Hoy, al caer la tarde, subí el Collado de las Perdices. Desde ahí contemplé la llanura, su presencia pura y primigenia extendida como una sábana vieja, y más allá, el resplandor de Madrid, trémulo, lejano, inalcanzable en su sueño desvelado. Y, he pensado: “para cuando las patas ya no respondan y el resuello me postre, antes de que llegue el fin, buscaré la cima limpia de un monte, miraré hacia la Campiña, y aullaré. Aullaré para desprender las costras del silencio, para que se sepa que no todo está ajado ni es leyenda, que todavía estoy aquí, cuando los demás se hubieron de marchar, viviendo entre las piedras de la Sierra Norte de Guadalajara, resistiendo, vagando por donde ya nadie camina. Entonces, el eco, aullándome, tal vez me habrá de responder.