El exprimidor de pensamientos

Pseudónimo: Jesús Nerva

Autor: Ramón Horacio Galarza

Segundo Premio

No fue el bosque.
Ni el río.
Fue el sonido.

Un quejido metálico, como si alguien masticara un sueño oxidado. Venía desde la curva del Lillas, donde el agua se detiene a mirarse antes de seguir su camino. Crucé el puente de piedra, el musgo me rozó los tobillos, y allí estaba: el artefacto.

Un asiento estrecho, como hecho para un muerto flaco. Ruedas dentadas cubiertas de líquenes. Engranajes que no encajaban del todo. Un olor —dulce y agrio— como a fruta fermentada que no se atreve a pudrirse del todo.

Me dijeron que lo llamaban el exprimidor de pensamientos. Que no funcionaba con electricidad, sino con lo que uno traía dentro. Que uno se sentaba, cerraba los ojos, y los engranajes exprimían la memoria hasta dejarla seca.

La primera vez no me atreví.
Había demasiado en mí que no quería soltar.
Me quedé mirando el bosque: las hayas inclinadas como viejas que protegen un secreto, el aire húmedo, la piedra negra de la sierra de Ayllón. Pensé en mi madre temblando frente a un microondas encendido, como si esa luz blanca le devolviera un invierno que nunca me contó.
Volví en otoño. El Pico del Lobo se escondía bajo una nube baja, el Jarama corría con prisa, y yo llevaba un peso que no era mío. Me senté.

El exprimidor gruñó.
Algo se aflojó en mi cabeza.
Primero salió el miedo a no llegar a tiempo. Después, la imagen de un corzo mirándome desde la otra orilla. Lo miré: era yo, pero en otro cuerpo. Yo huyendo hacia la Reserva de Sonsaz para no regresar jamás.

La máquina siguió:
—Me arrancó la voz de una niña que me confundía con otro hombre.
—Se llevó el olor de la leña húmeda en Majaelrayo.
—Bebió el sonido de la lluvia sobre los tejados de Valverde de los Arroyos.

Abrí los ojos.
El mundo estaba torcido: el Lillas fluía hacia arriba,
las hayas hablaban en un idioma de raíces,
tenía barro en las manos sin recordar haber tocado la orilla.

Bajé al pueblo.
Un hombre me saludó como si fuéramos viejos conocidos. No supe su nombre, ni él el mío.
Hablamos de lobos que bajaban del Cerrón, de luces extrañas en el cielo, de un pastor que juraba haber visto a su hermano muerto atravesar el hayedo. En cada frase sentía huecos: pensamientos que ya no me pertenecían.

Creo que el exprimidor no roba: intercambia.
Te saca recuerdos y te inyecta otros.

Desde entonces sueño con una casa junto a un embalse que no conozco, con un niño que corre por un pasillo y me llama “padre” sin que yo lo sea.

El parque me llama por nombres que no son míos.
En el Pelagallinas, el agua me susurra genealogías inventadas.
En la Peña Cebollera Vieja, siento que nací en tres provincias distintas y ninguna me reclama.

He pensado en volver.
Entregarle lo que me queda:
la carta que nunca envié, el sonido de mi respiración subiendo solo por la Sierra de Alto Rey,
la imagen de mi madre con las manos llenas de harina.

Pero temo que esta vez no regrese.
Que me quede atrapado en los engranajes, convertido en una voz más de las mil que dictan este relato.
Que un caminante, dentro de años, me vea allí sentado, mirando el río, y crea que soy parte del paisaje.

O peor: que se siente,
y lo que salga,
sea yo.