El lugar que siempre has buscado

Pseudónimo: Rosa Parks

Autor: Salvador Vaquero Montesino

Tercer Premio

Se le clava en el pecho una sed antigua, como de agua en un cántaro agrietado, y le escuece la urgencia de saber. No saber de cifras, ni de fechas, ni de mapas con vértices trazados en tinta muerta, sino de honduras: de grietas en la piedra, de silencios que fermentan bajo las losas rotas de un pueblo dormido. La Sierra Norte de Guadalajara se le mete en el alma como espino negro, y se le desangra el cuerpo en la idea de que no bastará una sola vida para abarcar su secreto.

Por eso, anhelando un milagro profundo y secreto que a él mismo le cuesta entender, se parte, se rompe, se desdobla. Le nace otro yo del esternón, y luego otro más de entre los omóplatos. Le brotan duplicados como setas tras las tormentas de otoño, cada uno con la mirada de un loco que ha comprendido demasiado tarde que el mundo no cabe en una sola mirada.

Uno camina hasta Valverde de los Arroyos, con los pies embarrados de promesa y los ojos llenos de helechos. Le cruje la piel al dormir sobre pizarras húmedas, y le florecen bajo las costillas unas campanillas blancas, minúsculas, que no huelen a nada pero dicen cosas que no se entienden con palabras.

Otro arrastra su sombra por Majaelrayo, y allí se le llenan los pulmones de humo de encina, de cansancio seco, de hogazas frías y voces que se musitan por respeto al eco. Le supuran las botas por los costados, y en cada paso se le queda un poco de alma pegada al suelo como savia vieja.

Uno más trepa hasta Atienza, con la frente agrietada por la Historia. En cada torreón se golpea el pensamiento contra el relato de un caballero que nunca volvió. Allí se emborracha de nombres sin rostro, de heráldicas raídas, y se duerme en portales mordidos por la escarcha con una risa de mármol en la boca.

Otro, más callado, se pierde por Cantalojas. Va desnudo de palabras y de intenciones. Lo siguen los buitres, no por muerte, sino por costumbre. Habla con el hayedo, con susurros que no pasan de los dientes. Mastica hojas secas, con la fe de que alguna le diga lo que vino a buscar.

Y aún más: Uno baja hasta Ujados, donde las casas se sostienen como recuerdos a medio olvidar. Allí se le caen las uñas del alma al tocar las paredes, y aprende que hay piedras que lloran, pero no por pena: por no haber sido jamás comprendidas.

Otro cruza los barrancos de La Vereda, sin mapa ni horario, buscando una mujer que soñó sin rostro, hecha de brezo y de humo. Le crece una barba de siglos, y le sangran las muñecas de tanto acariciar el aire en busca de una promesa que quizás nunca fue.

Uno, terco y febril, se interna en Bustares con una libreta vacía. Apunta en ella los temblores de las vigas, los bostezos del gallo, las grietas del horno apagado. Pero cada palabra que escribe se le borra sola, como si el pueblo lo negara desde dentro, como si le dijera: “Aquí no hay relato, solo espera.”

Y hay otro, que no camina. Se queda quieto en Campillo de Ranas, como un espantapájaros de carne. Escucha. No el viento, no los árboles, sino los techos. Los techos, sí: que hablan de lo que no se ve. Sabe que quien aprende a oír el tejado entiende la raíz. Y espera, con paciencia vegetal, a que la piedra le enseñe a respirar.

Y todos —cada uno con su fiebre, con su espina, con su pozo— viajan. Por Tamajón, Hiendelaencina, Cogolludo, Galve de Sorbe, se derraman como aceite rancio, dejando huellas que se borran al paso de los lobos y los trenes olvidados.

Cada uno lleva una voz distinta, pero un mismo rumor les cruza el pecho como una trenza sucia: quieren entender. No mirar. No recorrer. No posar los ojos y seguir. Quieren arder dentro del misterio, hasta que el hueso les sepa a aldea.

Se cruzan a veces. Se huelen. Se reconocen. Se detestan.

Y una noche —quizás húmeda, quizás afilada por la helada— todos regresan. Se le cuelan de nuevo en el cuerpo como ratas que vuelven a la madriguera, mordiendo, gimiendo, apestando. Y el viajero —el primero, el roto, el que soñó con saberlo todo— queda quieto.

Lleno. Cansado. Abierto en canal.

No recuerda su nombre. Ni el principio del viaje. Solo sabe que ha vuelto, o sigue yendo, sin afectarle el cansancio ni buscar el final del camino, porque en la Sierra Norte de Guadalajara, como reconocen filósofos y ascetas, cada paso te acerca un poco más a lo que siempre has buscado.