Elogio del bistrot (y de la tasca)

Comencé a leer a Marc Augé después de cursar varias asignaturas sobre problemas de la antropologí­a contemporánea durante la carrera de Historia. Me fascinó su lucidez y su manera sencilla de desbrozar la etnología. El antropólogo francés acaba de publicar Elogio del bistrot (en España se ha publicado en la colección Piccola de Gallo Nero). No es un ensayo voluminoso ni una obra concienzuda. Es un tratado breve, escrito desde la economí­a de palabras hueras, sobre el influjo social y la importancia en las relaciones urbanas de las clásicas brasseries parisinas.

9788416529414Augé defiende en su delicioso libro la capacidad que ha tenido el bistrot para moldear un estilo de vida que Francia ha exportado al mundo, alejado del tsunami de la comida rápida. El bistrot es un reducto local y abierto que fomenta el contacto humano, preserva la vida de barrio y sostiene la comida burguesa, esto es, la que se caracteriza por su sencillez y autenticidad. No es sólo un lugar de paso. Es una prolongación del espacio doméstico en la vía pública. Y simboliza una manera de vivir “a la francesa”.

Las cafeterías de Guadalajara no tienen la prestancia de los pequeños bistrot de Parí­s, ni sus sillas de madera barnizada, ni sus banquetas de molesquine, ni sus piano-bar. Sin embargo, al leer el librito de Augé sentado en el corral de mi pueblo me ha dado por trazar una similitud entre las funciones que desde antaño han ejercido las brasseries de barrio en la capital francesa y las que también cumplen las tabernas de nuestra provincia.

Las tascas de la Alcarria, el Señorío, la Sierra y la Campiña también abren desde la mañana hasta la noche -el horario ininterrumpido es una manera de mantener a un pueblo con las constantes vitales-, fomentan el servicio en las barras y responden a “una necesidad imperiosa y urgente de contacto”, tal como escribe nuestro autor.

El riesgo de soledad es extremo en las zonas rurales. De ahí que, tal como el antropólogo de Poitiers subraya de los tempraneros clientes que reciben los establecimiento de barriada en París, los parroquianos que frecuentan los bares de nuestra provincia también buscan lo mismo: un poco de compañí­a. El futuro de la meseta pasa por promover servicios públicos e infraestructuras, y por destinar recursos en aquellos sectores sostenibles que contribuyen a arraigar población. Un pueblo necesita tener médico, farmacia y transporte. De acuerdo. Pero es la tasca el lugar que actúa de galvanizador del ecosistema social en las comarcas apartadas.

Para tomar el aperitivo, echar un chato de clarete, tomar unos botellines o comer un plato de torreznos. Los bares de la Guadalajara de interior son motores que acreditan que nuestros pueblos, pese a todo, mantienen las constantes vitales. Su tarea excede el lucro de sus propietarios. Y no sólo son relevantes porque ayudan a dinamizar las exangües economías locales, sino porque dinamizan la conversación alrededor de cuestiones que no salen en la tele: la cosecha del año, los ataques al ganado, la falta de ayudas para el turismo rural, la merma del transporte a la capital o el tiempo que va a hacer mañana.

Los diálogos intrascendentes son una constante en los bistrot que cultivan el flaneur (hombre callejero) pero también en las tascas de las aldeas de Castilla. Nos encontramos -escribe Augé- en un espacio donde cada cual habla cuando se tercia, donde entablar una conversación siempre es factible; se trata de un espacio público, en cierta medida, aunque a uno o dos metros haya gente sentada en mesas, incluso a pesar de que no nos prestemos atención los unos a los otros, y es que en realidad miramos con el rabillo del ojo al vecino de al lado siempre que tenemos ocasión.

En un bar de pueblo se puede beber, comer, saludar, charlar, comprar lotería, leer el periódico con dos dí­as de retraso, lanzar unos dardos, jugar a los naipes o sencillamente macerar las horas en la agradable compañía de quien sabes que forma parte de tus raíces y de tu cotidianidad. Son establecimientos que pertenecen a todos, pero que no son de nadie. Y en los que se buscan intercambios puramente formales. Necesitamos, como afirma Augé, relaciones superficiales. Lo que le decimos a otra persona en una conversación suele ser más importante por el hecho de estar compartiéndolo con alguien que por su contenido.

Esta es la esencia que mantiene incólume el interés que despiertan las tascas que tenemos a nuestro alcance. Entre cafés, botellines y vasos de tinto se ahoga la rutina diaria, y las tragedias de rupturas, y la melancolí­a de las frustraciones. A veces en medio de una jarana estival, otras alrededor del encanto turbio de una estampa que se repite cada dí­a de modo invariable. Los restaurantes de Guadalajara carecen de la elegancia y el poso literario de las brasseries que frecuentaban Simenon, Verlaine o Louis Aragon. Pero esta tierra no se entendería, y sería menos alegre y resistente, sin las barras, los comedores y las terrazas de sus tascas. ¡Venga, otra ronda!