La aguja de Sánchez y el silencio de Page

García-Page y Pedro Sánchez en un acto en octubre de 2015. // Foto: www.abc.es
García-Page y Pedro Sánchez en un acto en octubre de 2015. // Foto: www.abc.es

Han pasado dos días desde la arrolladora victoria de Pedro Sánchez en las primarias del PSOE y el presidente de Castilla-La Mancha no ha expresado aún su felicitación en público al nuevo líder de su partido. El detalle, lejos de ser anecdótico, revela hasta qué punto la cruenta batalla por el poder en el Partido Socialista ha dejado heridas que no parece que puedan cerrarse en un lapso de tiempo breve.

El triunfo de Sánchez fue nítido y con una ventaja que ni siquiera el ajustado recuento de avales parecía augurar. El margen que el dirigente madrileño sacó a la andaluza condiciona los análisis y, sobre todo, marcará los pasos a dar por el PSOE hasta que el Congreso Federal de junio elija a la Ejecutiva Federal, el Comité Federal y el resto de órganos de dirección.

Sánchez no ganó a Díaz. Sánchez arrasó a Díaz, y con ello se ha granjeado no sólo el respeto de un político que en octubre estaba desahuciado –fuera de Ferraz y del Congreso- sino la legitimidad política y moral para obrar como estime oportuno. Se ha impuesto en dos primarias por el voto directo de la militancia en apenas tres años, pero en 2014 lo hizo a lomos de parte del aparato, la federación andaluza y la dirigencia histórica del partido. La del domingo pasado, en cambio, es una victoria que puede adjudicarse a él en exclusiva.

Sánchez arrasó por muchos motivos, pero creo que hay tres ideas-fuerza que cundieron entre la militancia. La primera es que el voto a su candidatura permitía canalizar el enojo de las bases no sólo a la abstención sino a las maneras –impropias de un partido que se dice democrático- con las que se le destronó de la Secretaría General en octubre. La segunda es que Susana Díaz, lastrada por su rudo discurso y su escasa estatura intelectual, en ningún momento ha sido capaz de transmitir una imagen atractiva como candidata más allá de Andalucía. La tercera es que la negociación de los Presupuestos por parte del Gobierno acredita que Sánchez tenía razón: Rajoy pudo pactar su investidura sin quebrar al PSOE dado que existía la posibilidad de armar una mayoría parlamentaria con Ciudadanos, el PNV y los canarios.

A todo ello hay que sumar la decisión de Díaz de entrar tarde y mal en la campaña –rodeada del Séptimo de caballería y la gerontocracia del partido, lo que paradójicamente reforzaba el discurso antiestablishment de su oponente- y la escalada de casos de corrupción en el PP, que ha avivado aún más la herida de la abstención.

Ahora, tras barrer al aparato y a la práctica totalidad de medios de comunicación, a Sánchez le espera una tarea gigantesca. Primero tiene que intentar unir al partido o, al menos, conseguir que las diferencias corrientes cohabiten pacíficamente. Después tendrá que calibrar hasta qué punto puede materializar sus compromisos alrededor del programa ideológico (regresar a las esencias socialdemócratas), el modelo orgánico (hacerlo menos oligárquico y más descentralizado) y la política de alianzas (tomando como referencia el gobierno de coalición izquierdista en Portugal).

El reto de Sánchez es acometer la profunda renovación que le han encargado los militantes evitando cualquier riesgo de escisión. No será fácil porque su resurrección ha sido tan contundente que han quedado desacreditados casi todos los barones territoriales, auténticos núcleos del poder orgánico en el PSOE surgido tras Suresnes, es decir, el de Felipe y Zapatero.

Las bases socialistas han certificado la distancia que les separa de Vara, Page, Javier Fernández, Lambán y Ximo Puig. Y es evidente que el panorama posterior a esta batalla no puede quedar exactamente igual que antes, aunque eso no quiere decir que tengan que rodar cabezas de forma inmediata. El PSOE debería abandonar las urgencias y priorizar su reconstrucción interna e ideológica. Por decirlo de otra manera: a Sánchez le conviene más utilizar la aguja de coser que las tijeras de podar, lo cual no exime a los barones que le han hecho la vida imposible del ejercicio de humildad y autocrítica al que están obligados después de un fiasco tan colosal.

Fernández Vara ha empezado a marcar el camino. Ofrece paz al sanchismo (y su continuidad como secretario regional en Extremadura) a cambio de un reparto de delegados para el congreso federal acorde con la correlación de fuerzas que han determinado los militantes. Es una opción discutible, pero al menos ha tenido el detalle de salir a escena a dar la cara. Y no es baladí que lo haya hecho porque tanto él como García-Page son los barones más tocados tras la debacle susanista. Por dos razones: por el peso de ambas federaciones y porque su hostilidad hacia Sánchez había traspasado la línea de apoyo a una candidatura para instalarse en el desprecio y el desdén hacia la otra.

García-Page, de hecho, fue más allá y llegó a condicionar su futuro al resultado de las primarias. No dijo que dimitiría si ganaba Sánchez, tal como ha publicado algún periódico. Dijo que, en tal caso, no repetiría como secretario general del PSOE en Castilla-La Mancha.También le echó en cara sus batacazos electorales, le acusó de “falta de claridad” y le reprochó que pusiera encima de la mesa “vísceras y bilis”. Pues bien, la derrota sin paliativos de su candidata debería mover a una reflexión profunda sobre el grado de representatividad de un secretario regional que ha sido desautorizado, y de forma clara, por su propia militancia.

Díaz obtuvo 5.025 avales y 4.783 votos en Castilla-La Mancha. Sánchez, en cambio, sumó 5.270 votos y 4.156 avales. ¿Cómo es posible que la presidenta andaluza tenga menos votos que avales? Se lo pregunté anteayer a un diputado regional a través de Twitter y me contestó que se debe al “voto desplazado”, es decir, militantes que avalan en una comunidad y votan a otra. Es un subterfugio absurdo porque Díaz recabó menos sufragios que avales en el conjunto del país y en 9 comunidades autónomas. ¿Adónde se desplazaron? O por preguntarlo de otra manera: ¿están los perdedores en condiciones de exigir juego limpio al nuevo secretario general después de la dura reyerta de estos meses? Esta pregunta vale para el Federal, pero también para provincias.

La reacción del PSOE de Castilla-La Mancha no ha sido la más acertada desde el domingo. No sólo por el estruendoso silencio oficial de Page, sino por la fría felicitación de Jesús Fernández Vaquero en su intervención en la misma noche de las primarias y la exigencia formulada hoy mismo para que se elijan por “consenso” las listas de delegados al Congreso Federal. Las apelaciones al consenso tienen una apariencia positiva, pero suenan huecas si no van a acompañadas de autocrítica.

Resulta sorprendente que aquellos líderes regionales y provinciales que durante ochos meses se han vaciado en la tarea de tumbar a Sánchez, sin reparar en epítetos y descalificaciones, ahora lo reconozcan como su secretario general sin antes admitir ningún fallo ni error. No tienen que pedir perdón, pero tampoco escurrir el bulto. Una cosa es evitar la flagelación y otra hacer como si no hubiera pasado nada. Una cosa es edificar la cohesión interna y otra reírse del personal. Bastaba con que los barones dijeran: “no era nuestro candidato, pero aceptamos el mandato de la militancia. Le deseamos lo mejor en su tarea por el bien del partido y del país. Y valoraremos nuestro futuro en frío, no en caliente”. Pero no. Han optado por la impostura de la adhesión. Me refiero, claro, a los barones que ya han hablado.

En Guadalajara, Sánchez aglutinó más de la mitad de los votos de la militancia. Pablo Bellido, secretario provincial del PSOE, ha asegurado en SER Guadalajara que aguantará su cargo hasta el próximo Congreso Provincial pero que “no será un estorbo” para el nuevo líder. Creo que Bellido ha mandado un mensaje claro: me iré, pero no lo hago ahora porque sería una manera de desairar a Page, que tendría que hacer exactamente lo mismo. De ahí las apelaciones unánimes en el ya casi extinto sector susanista a la vigencia del liderazgo político de Page porque es “quien nos ha librado de Cospedal”.

Es como juntar las churras con las merinas. Nadie cuestiona la credibilidad de García-Page como presidente de Castilla-La Mancha. Otra cosa es lo que deba hacer en el ámbito orgánico, y ahí no creo que sirvan muecas como las que ya ha verbalizado Javier Lambán, presidente de Aragón, quien después de tantas y tan profundas invectivas a Sánchez, hoy no ha tenido en reparos en proclamar: “Ahora todos somos de Pedro Sánchez”.

Pues no. Es evidente que no todos son de Pedro Sánchez y si el PSOE quiere volver a ser creíble conviene que sus dirigentes eviten el ridículo y las sandeces. Sánchez y los suyos harían mal en tomarse la revancha y diseñar su regreso a modo de vendetta. Sería nocivo para el PSOE pero también para el propio Sánchez, que necesita la paz territorial para solidificar su liderazgo, algo que nunca consiguió en su anterior mandato.

Sin embargo, lo que sí es una obligación inexcusable para el ya secretario general electo del PSOE es acometer una profunda renovación de las estructuras del partido. Debe hacerlo sin precipitaciones pero sin demora. Y sin ahondar en la fractura interna. En Castilla-La Mancha, Page ha salido con muchos rasguños en la carrera por el liderazgo socialista: se ha expuesto en exceso y las bases le han dado un revolcón. Pero tiene una tarea que está por encima de las disputas orgánicas –presidir la región y superar el bloqueo político al que ha llevado la irresponsabilidad de Podemos- y, francamente, a día de hoy no parece que exista tampoco ningún perfil capaz de disputarle el liderazgo en el PSOE regional.

Por tanto, ni paños calientes ni sonrisas forzadas ni frases vacías.

Lo sensato es que el sanchismo no siegue la hierba de la misma manera que los críticos se equivocarían si se empeñan en convertir el Congreso de junio en otro barrizal. Al PSOE no sólo le hacen falta ideas o caras nuevas. También humildad y discreción. Quizá así los ciudadanos empiecen a verlo como una herramienta de cambio político y no tanto como el patio de vecindario en que se ha convertido.