Leer ‘La felicidad de la tierra’, de Manu Leguineche, a la vera del Tajuña

Manu Leguineche, en una imagen de archivo en su casa de Brihuega. (Foto: Alberto Cuéllar. El Mundo)
Manu Leguineche, en una imagen de archivo en su casa de Brihuega. (Foto: Alberto Cuéllar. El Mundo)

Cansado del ruido de Madrid y de la vorágine global, Manu Leguineche buscó y encontró la felicidad de la tierra en La Alcarria desde mediados de los ochenta hasta su fallecimiento, en enero de 2014. En Guadalajara, Leguineche fue considerado un hijo pródigo. Tuvo casa en el Tejar de la Mata (Cañizar) y en Brihuega, donde residió en el mismo edificio que albergó una escuela de gramáticos en el siglo XVIII y en el que vivió Margarita de Pedroso, el amor platónico de Juan Ramón Jiménez.

Leguineche, que era hasta su desaparición el decano de los corresponsales de guerra en España, dio la vuelta al mundo en varias ocasiones. Siempre se movió por su afán profesional: “he buscado la noticia en las guerras, las revoluciones y los golpes de Estado”, confesó. Su mejor recuerdo lo tiene cuando entrevistó en primicia a Borges y el peor en Bangladés, en 1971: “Vi cómo arrastraban a pakistaníes colaboracionistas con una cuerda atada a un camión, y cómo los niños eran adiestrados en rematarlos: iban clavándoles a martillazos un clavo grande en la cabeza”.
La colección de fotografías que componen el archivo del reportero es inabarcable. Son miles de instantáneas que evocan el paso por los cinco continentes, aldeas recónditas y lugares exóticos. Su primer viaje fue en 1962. Cogió el ferri de Alicante y se marchó a cubrir la revolución en Argelia. Desde entonces, no ha parado de viajar. Enviaba artículos a España y trabajaba en lo que salía. Ha ejercido oficios inauditos. Incluso vendió píldoras australianas a los chinos: “me hacía pasar por ingeniero alemán: “el truco consistía en que tenía que echar un discurso: ‘soy Mister Manuel, I’m Mister Manuel…’. Entonces el chino iba hablando en chino y yo acaba traduciendo hasta en español diciéndoles lo que me daba la gana: “jodidos cabrones, os engañan como a chinos… Me pagaban 300 pesetas al día y mantenimiento y por cantar Granada, una cerveza al día”.
También le quisieron contratar en un cabaret en Singapur: “Les dije lo que pensaba, que no tenía repertorio porque yo quitando Granada, Magdalena salerosa, el catálogo no me daba para más. ¡Si hubiera tenido repertorio…! Total, ya había vencido la timidez”. En otra ocasión, una mona se comió su pasaporte en Tailandia y se fue con la mona a la comisaría. Pero no todos los recuerdos son agradables. “Yo me he chupado los peores hoteles del mundo –matiza– y he comido peor que nadie”. Y sin dietas porque iba por libre, es decir, no trabajaba para ningún medio.
Como periodista fue creciendo por su capacidad para buscar historias humanas en medio de las tragedias. Por eso no es extraño en su archivo verle armado junto a los sandinistas, en Nicaragua, en 1979; degustando la carne de Siria en un viaje a Damasco en 1966; viajando en un todo terreno en el Líbano, en 1965 o tomando una taza de té junto a tres paisanos en una montaña de Afganistán.
Manu Leguineche fue uno de los mejores periodistas de su generación, acaso el maestro de todos. El periodista total, inabarcable. Fundó dos agencias de noticias –Colpisa y Fax Press–, pero siempre huyó de las redacciones: “cuando voy a una, me siento como un mendigo. Te sientes como si fueras a pedir o a robar algo a alguien”. En su día rechazó las ofertas para dirigir La Vanguardia y el ABC. “No me gusta nada mandar”, argumentaba.
Leguineche escribió dos libros dedicados a Guadalajara: La felicidad de la tierra y El Club de los Faltos de Cariño. En la foto, en su casa briocense. (Foto: Carlos Miralles. El Mundo)
Leguineche escribió dos libros dedicados a Guadalajara: La felicidad de la tierra y El Club de los Faltos de Cariño. En la foto, en su casa briocense. (Foto: Carlos Miralles. El Mundo)

Con el paso de los años, Leguineche se convirtió en el padre de varias generaciones de periodistas en nuestro país. Y, desde luego, en el maestro a seguir entre la “tribu” –término acuñado por él mismo para titular uno de sus libros– de enviados especiales. Tenía 20 años cuando llegó por primera vez a Asia y le tocó cubrir una guerra que, en su opinión, marcó un punto de inflexión tanto en política como en periodismo: Vietnam. El país asiático fue el escenario de toda una generación de jóvenes reporteros que, como evocaba el propio Leguineche, “nos hemos hecho viejos en las carreteras de este continente”. El reportero Michael Herr dijo: “No tuvimos infancias felices, ¡pero tuvimos Vietnam!“. Eran tiempos de la tribu de las tres D que bautizó el periodista vasco: “divorciados, dipsómanos y depresivos“. Y eran tiempos en los que los corresponsales de guerra no hacían espectáculo, sino información. Marta Gelhorn, la segunda esposa de Hemingway, escribió que la última guerra para los enviados especiales había sido Vietnam. “No sé si es verdad –reflexionaba Leguineche– pero en la guerra de Irak todo fue muy sucio, esa guerra fue todo un despropósito, una guerra sucia que no se parece a ninguna otra. Es la guerra más cruel que ha habido, ni siquiera en la Edad Media hubo algo así“.

Uno de sus primeros trabajos fue como redactor de El Norte de Castilla, en Valladolid. Allí conoció al único director que ha tenido a lo largo de su carrera: Miguel Delibes. “Él me lo enseñó todo, era un modelo de equilibrio dirigiendo el periódico”. Más tarde aprobó 32 asignaturas en tres cursos y le concedieron el título de periodista. Cuando a uno de los profesores les dijo que había estado en Vietnam, creía que le tomaba el pelo. Se hizo pronto periodista porque nunca tuvo dudas de su vocación. Su trayectoria se ha centrado en el área internacional. “Es una sección que nadie lee en España, no interesa”, reflexionaba con ironía.
Publicó más de cuarenta libros y se consagró en el género del gran reportaje. Escribió de la Revolución de los Claveles, el ataque a Pearl Harbor o la Segunda Guerra Mundial, pero también un manual de mus o una antología de hoteles. Al periodo alcarreño de su bibliografía pertenecen La felicidad de la tierra (Alfaguara, 1999), un delicioso dietario rural del que recientemente la editorial Stella Maris ha publicado una reedición; y El Club de los Faltos de Cariño (Seix Barral, 2010), que continúa la misma senda pero con un hondo poso filosófico. El primero es un libro en el que el autor volcó su sabiduría macerada con una sucesión de personajes de carne y hueso que conforman su cosmovisión alcarreña. El segundo es un volumen más introspectivo, de mirada interior y con una mirada cosmopolita.
Ambos son libros que conviene leer con pausa, con detenimiento, a la ribera del Tajuña, que es el paisaje que Manu observaba desde su despacho en la casona de los Gramáticos, rodeado de un entorno que le llevó a considerar Brihuega la capital mundial del silencio. Qué mejor que acompañar este silencio con la lectura del tótem del reporterismo español.