
Cansado del ruido de Madrid y de la vorágine global, Manu Leguineche buscó y encontró la felicidad de la tierra en La Alcarria desde mediados de los ochenta hasta su fallecimiento, en enero de 2014. En Guadalajara, Leguineche fue considerado un hijo pródigo. Tuvo casa en el Tejar de la Mata (Cañizar) y en Brihuega, donde residió en el mismo edificio que albergó una escuela de gramáticos en el siglo XVIII y en el que vivió Margarita de Pedroso, el amor platónico de Juan Ramón Jiménez.

Con el paso de los años, Leguineche se convirtió en el padre de varias generaciones de periodistas en nuestro país. Y, desde luego, en el maestro a seguir entre la “tribu” –término acuñado por él mismo para titular uno de sus libros– de enviados especiales. Tenía 20 años cuando llegó por primera vez a Asia y le tocó cubrir una guerra que, en su opinión, marcó un punto de inflexión tanto en política como en periodismo: Vietnam. El país asiático fue el escenario de toda una generación de jóvenes reporteros que, como evocaba el propio Leguineche, “nos hemos hecho viejos en las carreteras de este continente”. El reportero Michael Herr dijo: “No tuvimos infancias felices, ¡pero tuvimos Vietnam!“. Eran tiempos de la tribu de las tres D que bautizó el periodista vasco: “divorciados, dipsómanos y depresivos“. Y eran tiempos en los que los corresponsales de guerra no hacían espectáculo, sino información. Marta Gelhorn, la segunda esposa de Hemingway, escribió que la última guerra para los enviados especiales había sido Vietnam. “No sé si es verdad –reflexionaba Leguineche– pero en la guerra de Irak todo fue muy sucio, esa guerra fue todo un despropósito, una guerra sucia que no se parece a ninguna otra. Es la guerra más cruel que ha habido, ni siquiera en la Edad Media hubo algo así“.


