Despoblación: hechos, no palabras

Imagen de la aldea de La Vereda, en la Sierra Norte de Guadalajara.

En sus Ensayos sobre la vida provinciana, Azorín anota que, tras llegar a Sarrió, lo primero que hizo fue preguntarse: “¿Quién está ahí?”. Él mismo se responde: “Y nadie sale. Yo ya conozco estas casas extrañas, que parecen abandonadas, en que vive uno de estos misántropos de pueblo; estas casas con los muebles rotos, viejos, con las salas cerradas y polvorientas, con la cocina apagada siempre, con el pequeño huerto lleno de plantas silvestres; estas casas en que no hay nadie jamás, y en que de tarde en tarde se oye el chirrido de una puerta y se ve la silueta negra, sigilosa, de su único morador, que pasa”.

El mayor riesgo a la hora de abordar la situación de nuestros pueblos no es caer en la resignación. Es la indiferencia por la ausencia de políticas públicas de calado. Cada vez que me acerco a este asunto, por motivos personales o profesionales, noto un creciente hartazgo por la falta de concreción a la hora de traducir en medidas tangibles los diagnósticos, los análisis, las mesas redondas, los congresos y los informes oficiales que destripan la España vacía. La despoblación ha abandonado el letargo político. Esto llega tarde, pero debería plasmarse en la adopción de decisiones pragmáticas.

Se ha cumplido el primer año desde el nombramiento de la Comisionada para el Reto Demográfico, a raíz de la última Conferencia de Presidentes. Sigue sin presupuesto ni competencias. Y las autonomías que reclaman la introducción de la demografía como un factor clave en el próximo modelo de financiación autonómica tampoco garantizan que un eventual incremento de sus ingresos se traduzca en inversiones finalistas para las comarcas despobladas.

En paralelo, el Senado –a través de la Comisión Especial sobre la Evolución Demográfica en España- tramita facilitar ayudas comunitarias a través de un proyecto de “Áreas Escasamente Pobladas del Sur de Europa” (SSPA en sus siglas en inglés) impulsado por la CEOE de Teruel, Soria y Cuenca, que se unieron hace tres años para captar fondos de la UE. Tal como avisamos en Henares al día en febrero de 2014, la CEOE de Guadalajara permanece ajena a esta iniciativa que, con independencia de su utilidad real, debería integrar a Guadalajara por la escasa densidad de población de prácticamente toda la provincia.

No es el Senado, por tanto, el que excluye a Guadalajara de los programas de desarrollo rural. Es la patronal de Guadalajara la que sigue mirando en exceso al Corredor del Henares y la que permanece completamente a por uvas en el debate sobre la despoblación. Por cierto, La asociación Serranía Celtibérica rechaza tajantemente la iniciativa de las patronales turolense, conquense y soriana. Lo califica de “excluyente, insolidario e inviable” en una reciente carta de su representante en La Rioja.

El lenguaje burocrático y el galimatías de programas que están encima de la mesa dan una idea de la inexistencia de una planificación ordenada en una materia clave para el futuro de España. Mitigar la despoblación no significa llenar los pueblos de urbanitas. Significa equilibrar la estructura demográfica porque de ello depende la pirámide de población, la conservación de nuestro ecosistema y la preservación cultural del legado vinculado al mundo rural. O lo que queda del mismo.

España es el único país entre los grandes de la Unión Europea que no dispone de un plan específico para paliar la falta de capital humano en el 53% de su territorio nacional. No se trata sólo de abordar el desafío demográfico, que abarca retos como la tasa de natalidad o la sostenibilidad del sistema público de pensiones y que explica por qué la vicepresidenta del Gobierno se avino en enero de 2017 a aceptar la creación de una Comisionada en esta materia. Se trata de abordar la despoblación, un problema con la suficiente envergadura como para exigir una ordenación estatal coordinada con el resto de administraciones. Ni los fondos de cohesión ni la Política Agraria Común (PAC), pese a los efectos balsámicos que han generado en el sector primario y en el turismo, son políticas destinadas exclusivamente a combatir la despoblación.

Edelmira Barreira, antes ex senadora del PP y ahora Comisionada para el Reto Demográfico, me dijo hace una semana en su despacho del Ministerio de Administraciones Públicas –el mismo edificio, en Castellana 3, que alojó la Presidencia del Gobierno hasta que Adolfo Suárez, por razones de seguridad, la trasladó a La Moncloa- que, en cosa de un mes, el Gobierno presentará una estrategia nacional en esta materia. Lo publicamos el sábado en un amplio reportaje en El Mundo.

Imagino que el informe será prolijo y contendrá un diagnóstico preciso de esta lacra. Lo que no se entiende es por qué estando en vigor una norma tan acertada y completa como la Ley de Desarrollo Rural (2007), el Gobierno ha preferido seguir mareando la perdiz con multitud de reuniones con las comunidades autónomas y la Red de Desarrollo Rural, que agrupa a los 170 grupos de acción local que operan en nuestro país.

El diagnóstico es conocido y las líneas estratégicas para actuar, también: infraestructuras, telecomunicaciones, fiscalidad rural -especialmente, para el asentamiento de empresas-, programas comarcales, inversiones productivas, servicios públicos, mejora del transporte. Quizá es hora de abandonar el fatalismo de quienes consideran irreversible este proceso, pero también el absurdo adanismo de quienes creen que se puede resolver acentuando un absurdo individualismo travestido de optimismo.

No es cierto que las administraciones tengan la llave para arreglar en solitario el problema de la despoblación, pero sí están obligadas a garantizar la prestación de servicios básicos y a incentivar la inversión. Y no se está haciendo ni una cosa ni la otra. Seguimos viendo cierres de líneas de autobuses y seguimos viendo cómo hay pueblos en las comarcas de Molina de Aragón y la Sierra Norte que tienen que esperar casi dos semanas para que les arreglen una avería en la línea fija de teléfono. Seguimos también oyendo cantos de sirena sobre la extensión de la banda ancha cuando la cobertura de telefonía móvil continúa siendo cara y deficiente.

He organizado y he participado en muchas conferencias, presentaciones de libro y debates sobre la despoblación. Es posible que la saturación sea ya un hecho que causa estupor entre las personas que sí han decidido irse a vivir al pueblo. Debatir no es malo porque ayuda a visibilizar los obstáculos. El problema son los excesos. En España nos hemos tirado 40 años sin reparar en el daño provocado por la despoblación y ahora da la impresión de que se pretende expiar las culpas con un empacho de lo contrario. Antaño, silencio. Ahora, un zumbido prolongado de promesas incumplidas.

¿A qué esperan el Gobierno y el resto de administraciones públicas para pasar de las palabras a los hechos?