El cráneo

Pseudónimo: El último zarragón

Autor: Javier Caballero

Finalista


Aquel día, a pesar de que me había saltado en el móvil una alerta por tormentas, y me dolía ligeramente la rodilla izquierda, preparé la mochila, dejé una nota a mi mujer, y tiré por el camino de La Huerce hacia la sierra con intención de llegar al Prao Raso y volver antes de que la cosa se complicara.

El sol pegaba fuerte mientras ascendía, y el olor de las jaras era tan intenso que reberberaba en el aire, taponando mi nariz. Cerca de la Posición, advertí un grupo de corzas que descendían por la ladera entre las estepas y, embelesado, me paré unos segundos a contemplar el paisaje. Una franja de nubes avanzaba desde el Ocejón y, en el Alto Rey, se unía a otro frente de cúmulos y nimbos.

Luego de marchar por las peñas del Rebollo y subir el Reventón, continué un trecho por la cuerda, vadeando el cinturón de brezos, los enormes riscos puntiagudos, los troncos quebrados, siguiendo la senda sinuosa que atraviesa el laberinto de pinos. La luz se entremetía entre las ramas y dibujaba geometrías extrañas: triángulos inverosímiles, círculos errantes, rostros y líneas que se entrecruzaban y desaparecían.

Antes de alcanzar el claro, empezaron a caer unas gotas voluminosas que rebotaban sobre los helechos y las piedras y engrosaban peligrosamente el cauce de los arroyos. De pronto, sonó un trueno y el cielo se oscureció. Recordé la vez que al abuelo Víctor y a mí nos cogió una ventisca regresando con las cabras, también cuando tuvimos que rescatar un choto que se había quedado atrapado en las turberas del Pelagallinas, y sentí el mismo estremecimiento interior. Los relámpagos iluminaban las copas de los árboles, y el agua se precipitaba por la pradera de manera imparable. Corrí a refugiarme. Sin embargo, resbalé en el barro y me torcí la rodilla. Arrastrándome como pude, conseguí meterme en un abrigo de roca.

No podía caminar. No tenía cobertura. Fue entonces cuando vi una forma blanca que asomaba en el suelo.

Al principio pensé que era una piedra de cuarzo, pero al desenterrarla un poco comprendí que se trataba de un cráneo humano. Ignorando el dolor y el miedo, limpié la tierra que lo cubría, me fijé en la placa de aluminio soldada en el lóbulo frontal, en la fisionomia singular de los colmillos, en la funda de oro y los empastes.

Descubrí con asombro que aquel cráneo me pertenecía, que era mi propia calavera la que me miraba, y, justo en ese instante, distinguí dos sombras atravesando la espesura y escuché el primer aullido de los lobos.