La encantada

Pseudónimo: Umbraleco

Autor: Miguel Ángel Romo

Finalista

Había llegado a Majaelrayo por pura casualidad. Mi coche, un fiel compañero en mil
rutas por carreteras secundarias, decidió poner punto y final a nuestra vieja amistad justo
a las afueras de aquella apartada aldea que yacía, como detenida en el tiempo, con su
grisácea mirada de pizarra rendida al horizonte montañoso de la Sierra Norte de
Guadalajara. Caminé hasta el pueblo y encontré un pequeño bar. Un letrero oxidado
colgaba en la fachada: “El ánima”. Un tanto siniestro, pensé.

El local apenas presentaba ambiente: un par de mesas ocupadas y un anciano, con los ojos
pensativos en su copa, sentado en la esquina. Me acerqué a la barra, donde el camarero
me miró con gesto receloso, como si desconfiara de que un extraño entrara allí a esas
horas.

-Un tercio- dije, rompiendo el sepulcral silencio.

El hombre me sirvió la botella sin mediar palabra. Atendí a mi alrededor. No había mucho
que ver. Paredes de piedra desnuda…, unas fotos antiguas colgando torcidas…, el olor a
humedad y polvo impregnándolo todo… Lo único que destacaba era un gran ventanal al
fondo, aunque lo que se veía a través de él solo era la silueta borrosa de una construcción
derrumbada. Quizá alguna primitiva iglesia o una casa señorial que se había rendido a la
intemperie, como tantas cosas en aquellos parajes.

Entonces, la puerta del bar se abrió con el empeño de un aliento helado. Una mujer de
aspecto macilento apareció. Tenía el cabello negro, largo como un velo de noche cayendo
hasta su cintura. Llevaba un vestido blanco y jironado, que contrastaba de manera
inquietante con la oscuridad del lugar. Mientras se dirigía a tomar asiento en una silla
retirada cerca del ventanal, su figura se revelaba etérea, hecha de la misma niebla que
cubría las cumbres aledañas.

El camarero, impertérrito, no reaccionó, pero los pocos presentes intercambiaron miradas
rápidas y tensas. Sabían algo que yo desconocía. Me incliné hacia él.

-¿Quién es…?- pregunté, intentando sonar casual.

Él no respondió de inmediato. Sus ojos, opacos por los años, se dirigieron esquivos hacia
la mujer evitando mirarla de frente.

-Es…la Encantada…- masculló, rancio, antes de volver a sus quehaceres.
No necesité más para que mi curiosidad se encendiera. Las historias sobre ánimas y aparecidos eran comunes en las sierras, pero hallarse ante un espectro -o lo que fuese-
superaba cualquier expectativa mía. Bebí un trago largo de mi cerveza mientras observaba
cómo la Encantada permanecía inmóvil, absorta, contemplando a través de la cristalera
aquellas ruinas iluminadas por la raquítica luz de la luna.

Uno de los clientes de la mesa contigua, murmuró algo a su compañero sobre “una
promesa rota”. Al escuchar aquello, me acerqué disimuladamente. El hombre, maduro y
de rostro curtido por el campo, habló en voz baja:

-Dicen que en vida hizo una promesa que no cumplió, y ahora su alma vaga por el
pueblo, esperando… Nunca habla, pero siempre aparece en las noches más gélidas,
cuando la niebla baja del Ocejón y cubre la ermita.

-¿Qué promesa?-—pregunté, ya sin ocultar mi interés.

El hombre calló, como si dudara de si debiera seguir hablando.

-La Encantada era hija de un noble. La prometieron en matrimonio a un caballero, pero
ella amaba a un pastor de la comarca. La noche antes de la boda, huyeron juntos hacia las
montañas. Nadie los volvió a ver, pero cuentan que ella murió atacada por los lobos.

Ahora su alma vuelve a cumplir lo que nunca pudo, esperando que alguien le haga
cristiana justicia.

No supe qué decir. La historia tenía ese aire trágico que solo encuentras en los antiguos
rincones de los pueblos olvidados. Me giré hacia la Encantada. Seguía allí, ajena, sin
prestar interés a nuestra conversación. Una fuerza me impulsó a levantarme, sin pensar.
Caminé hacia ella, el sonido de mis pasos resonaba cauteloso como el eco de una decisión
equivocada. Cuando llegué a su mesa, sentí un escalofrío recorriéndome la nuca.

-¿Está… bien?- pregunté, intuyéndome ridículo al instante.

La mujer giró lentamente su rostro hacia mí. Sus ojos eran oscuros, vacíos, y al mismo
tiempo cargados de una tristeza insondable. No dijo nada, pero una mano helada rozó la
mía, y en ese instante, lo entendí. No era una leyenda cualquiera. Era real. Y su dolor, su
espera, eran tan tangibles como las piedras de las ruinas que observaba.

Estupefacto, di un paso atrás. Ella volvió a fijar su mirada en aquél ventanal. El miedo se
apoderó de mí, como si me hubiera mostrado algo que no debía ver. Atemorizado, me
volví hacia el camarero, quien simplemente me miró con cierta compasión.

¿-Qué está sucediendo…?- balbuceé, presintiendo el peso del más allá sobre mi
espalda.

-Te ha elegido —respondió—. No será esta noche…, pero volverá a por ti… Nadie
puede escapar a sus designios…