Me dijiste no y mil veces no

En Retiendas me dijiste que no, diste portazo al Renault 5 y te perdiste como una náyade entre las ruinas del monasterio de Santa María de Bonaval. Después de un par de horas te encontré medio dormida bajo la sombra de un chopo. Te cubrías el regazo con un manto de margaritas y no tuve mejor ocurrencia que llamarte diosa Flora de pacotilla. Parecía que en tus ojos corrían torrentes de montaña, pero tu gesto era más bien tierra quemada. Me volviste a decir que no, subiste al coche, rebuscaste algún dulce en la mochila, y comenzó a llover. Aquella imagen nuestra de tortolitos guarecidos entre los asientos del viejo utilitario nos llegó a parecer cómica, pero tuvimos el aplomo de callarnos para darle dimensión a nuestro enfado. Tengo hambre, dijiste, me comería un jabalí con su guarnición, y por fin reímos hasta dolernos la barriga. Teníamos veinte años y nuestra vida era un cuaderno en blanco. ¿Recuerdas?

En Tamajón me besaste sin querer. Te excusaste: solo es un beso para firmar una paz provisional, pero tu lengua no dejaba de fluir en mi boca como un hontanar milagroso. Siguió lloviendo toda la mañana. Te propuse un paseo por las nubes, Pico Cebollera, el Himalaya de la sierra norte, pero me dijiste que te dolían los pies, que tus diez deditos eran hormigas pisoteadas por un elefante inoportuno. Te llamé urbanita, dama de las ciudades industriales, y tú fingiste de nuevo enfado. Después, corriste hacia aquel bar donde bebimos bajo la cabeza disecada de un jabalí aquel revino que nos alegró el corazón. Probamos el ajomoro y las patatas en calzoncillos (hiciste el clásico chiste, claro), y nos sentamos al lado de un almiar y tú me leíste un poema de Cavafis. Volviste a negarme otra vez, y te llamé Judas.

Por la noche pan con chorizo de corzo y agüita clara de poza. Tú me mirabas como quien ve a un loco que se suelta la lengua, y sonreías. ¡Estabas tan hermosa! Con la mano derecha te recogías el pelo en un moño francés, y con la siniestra en aspa enloquecida dibujabas molinos de viento. Yo quería ser para ti poeta transmundano, pastor en aquellas duras tierras donde el viento silbaba como una caracola manipulada por algún dios travieso. Quería ser yo mismo, y todos los hombres del mundo, abrazarte en las regiones cálidas del sur y bajo la techumbre de aquella casa de tejas negras que nos sirvió por una noche como prodigioso mausoleo. Cuando desperté no estabas, quizá te habías vuelto a escapar hacia algún río, pensé. Serías nutria o hada vegetal dormida sobre algún helecho ribereño, pero no, te encontré hablando con un hombre viejo. Al parecer, o eso me dijiste, era primo hermano de Matusalén y llevaba mil años habitando aquella sierra mágica. Te burlabas de mí, y lo peor de todo es que seguías diciéndome a cada minuto que no y que no. El parroquiano se despidió de nosotros, nos regaló una cheira de pastor, y quedamos solos en aquel paisaje excelso. Después te dije: caminemos, amor, hasta que se acabe el mundo, pero te descalzaste con burlón gesto y me obligaste a perseguirte por la campiña como un fauno enamorado. Terrible.

En Campillo de Ranas se nos calentó el motor del buga. Primero oímos como un sonido agudo de cafetera escacharrada, y después, el coche se detuvo igual que un demonio pasmado ante las puertas del mismísimo cielo. Bajaste del coche y señalaste con el índice: Precioso, dijiste, un pueblo para venirse a vivir y poner un huevo, y luego otro… Te hubiera llamado gallina clueca si el pánico a quedarnos tirados en aquella aldea no se hubiera enseñoreado de mí. Ni un taller mecánico. Nada. Te dije que estábamos en el Far West de Guadalajara, y te dio por levantarte la falda y bailar cancán en plan chica malota. Mi reino por una grúa, dijiste, y tu deseo, oh diosa acróbata, se cumplió tras preguntar en aquel bar llamado Tú-Tú. Por fin llegó el vehículo de asistencia, no sé si fue un manguito o el radiador, pero el mecánico logró arrancar el coche. Ya hemos tenido bastante por hoy, vaquero, me dijiste, y con gran pena decidimos regresar a Madrid. Cuando llegamos a la Avenida de América volví a preguntarte, y me dijiste otra vez que no y mil veces no, pero podría jurar que tu gesto burlón abría el camino a todas mis esperanzas contigo, y más después de haber visitado ese paraíso rural de casas hechas de pizarra negra. Ya estoy pensando en volver, mon amour, pero la próxima vez alquilaremos una calesa con dos alazanes para recorrer esa hermosa sierra.


Pseudónimo: Ubanelli
Autor: Agustín García Aguado