Óvila o la supervivencia del patrimonio expoliado

La destrucción del legado histórico no algo exclusivo del presente. Viene de antaño. A lo largo de la historia, muchos monumentos han desaparecido o solo quedan restos mínimos de ellos. Se trata de un fenómeno que, por desgracia, está más extendido de lo que se piensa. No solo se circunscribe a España. Sin embargo, en nuestro país se distinguen diversos ejemplos de esta situación. Uno de los casos más evidentes es el de Santa María de Óvila, un monasterio cisterciense desmontado piedra a piedra por órdenes del magnate William Randolph Hearst…

¿Pero cómo pudo ocurrir esto? El Estado español –propietario del monumento– se lo vendió hace casi 100 años a Fernando Beloso, dueño de la finca colindante. Y lo hizo por la cantidad de 3.130 pesetas. Beloso, a su vez, se lo traspasó a Arthur Byne, representante de Hearst en España. Y, finalmente, este multimillonario estadounidense mandó desmontarlo y trasladarlo hasta su mansión de San Simeón, en California. “El cerebro de esta operación fue Byne, un estudioso del arte español y hábil comerciante. Usaba sus conocimientos para obtener beneficios revendiendo los objetos que reseñaba en sus libros”, rememoraba el especialista José Luis García de Paz, ya fallecido, en su obra «Patrimonio Desaparecido de Guadalajara».

En este contexto, se aprovechó de que Fernando Beloso –además– era director del Banco Español de Crédito. Una ocupación que facilitó las mencionadas transacciones. “Beloso sirvió como «intermediario del intermediario» de Hearst y también como avalista y fiador del mismo en sus operaciones financieras”, señalan las crónicas. “No está claro el precio que cobró Beloso, pero se sabe que Hearst compró el monasterio a Byne por 85.000 dólares. La venta incluía el refectorio, la sala capitular, el dormitorio de novicios, la cubierta de la galería norte del claustro y varios elementos de la iglesia. Aparte, estaban los costes del desmontaje, embalado, transporte y posterior montaje en San Francisco, que elevaron el precio total del procedimiento hasta el medio millón de dólares”, afirmaba García de Paz, antes de fallecer.

William Randolph Hearst ansiaba estas piezas patrimoniales para instalarlas en su mansión. Una labor en la que le ayudaba la arquitecta Julia Morgan. Así, en enero de 1930 “proyectó un gran conjunto medieval donde pondría su residencia y al que bautizó –en primer lugar– como New Wyntoon Castle y luego, como Mount Olive. Todo ello, en las colinas de San Simeón, en California. El destino de la iglesia de Óvila era servir de piscina cubierta, mientras que la sala capitular sería un gran salón”, se añadía en «Patrimonio Desaparecido de Guadalajara».

El espacio residencial imaginado por el magnate contaría con “tres palacetes para invitados y un fabuloso castillo para él mismo, con un total de 174 habitaciones, rodeado de jardines, estanques, espacios deportivos y hasta un singular zoológico con las más exóticas especies animales”, señalaba el arquitecto y el especialista en patrimonio José Miguel Merino de Cáceres en uno de sus artículos. Un autor del que también se puede consultar el libro Óvila, setenta y cinco años después (de su exilio) (Editores del Henares, 2007).

A pesar de estos planes, el traslado de Óvila fue un proceso no exento de problemas. La preparación del desmontaje comenzó a mediados de 1930 y terminó el 1 de julio de 1931. Para dirigir este proceso se llamó al arquitecto Walter Steilberg, quien se responsabilizó de transportar a la capital española las piedras de Óvila. Y, desde Madrid, fueron en tren hasta el puerto de Valencia, para –seguidamente– partir a San Francisco en 11 barcos.

Sin embargo, y mientras se realizaban los portes hacia California, se declaró una epidemia de peste porcina en España, por lo que muchos de los fletes no pudieron embarcar. “Como los materiales del monasterio de Óvila iban envueltos en paja –para que no se vieran dañados–, desde Estados Unidos dijeron que se quedasen en Valencia, con el fin de evitar la expansión de la enfermedad”, explica el actual cronista provincial, Antonio Herrera Casado. Por ello, una parte de estas piezas no llegaron a salir de España. Tras esta «cuarentena», nadie reclamó dichos materiales, por lo que sirvieron para pavimentar las calles de Cádiz o Vigo.

No obstante, algunos de estos restos sí que arribaron a su destino, aunque no corrieron mejor suerte que los anteriores. “Las dificultades económicas de Hearst debido a las consecuencias del Crack de 1929 impidieron el montaje del monumento. Mientras tanto, los costes del almacenaje en Estados Unidos seguían subiendo. Al final, el magnate logró vender estos materiales por 25.000 dólares al Ayuntamiento de San Francisco, que las colocó en el parque del Golden Gate con la idea de montar el monasterio al lado del museo De Young. Pero nunca hubo dinero para ello”, se explica en la obra «Patrimonio Desaparecido de Guadalajara».

De esta forma, y durante decenios, las piedras de Óvila permanecieron abandonadas y acuciadas por el deterioro. A pesar de ello, en 1964 se acabó reconstruyendo la portada manierista de la iglesia conventual en el museo De Young. Sin embargo, una remodelación posterior en este centro cultural obligó a desmontarla, siendo cedida –en mayo de 2002– a la Universidad de San Francisco.

Además, los frailes cistercienses de la abadía de New Clairvaux, emplazada en Vina (California), también se interesaron por los restos que quedaban desperdigados. “Los monjes concentraron sus esfuerzos en recuperar la Sala Capitular. De hecho, el 12 de septiembre de 1993 firmaron un acuerdo con Harry Parker, director de los Museos de Arte (Fine Arts Museums) de San Francisco, para llevarse las piedras correspondientes a esta parte del monasterio arriacense”.

Las críticas al proyecto del magnate
Por tanto, el desmontaje y traslado de los restos de Óvila hacia el continente americano fueron unos trabajos muy largos e inconclusos. A pesar de ello, en la época del desmontaje casi no se produjeron críticas a la maniobra. Una de las escasas voces que se alzaron en contra del proyecto fue la Francisco Layna Serrano, que por aquel entonces ejercía de médico rural y que en 1934 fue nombrado cronista provincial de Guadalajara.

Layna conocía muy bien la zona en la que se asentaba el cenobio. Su familia procedía de Ruguilla, una localidad a escasos kilómetros de Santa María de Óvila. Por tanto, había recorrido a fondo el lugar. Entonces, “comenzó a escuchar que un americano había comprado todo aquello, que lo quería desmantelar y que se lo iba a llevar a Estados Unidos. No daba crédito”, rememora Herrera Casado. “En ese momento se puso a estudiar sobre el tema”.

Otra de las personas que también censuró la situación fue el periodista Luis Cordavias, aunque sus críticas tampoco obtuvieron resultados eficaces. “Finalmente, el gobierno de la recién nacida República declaró «Monumento Nacional» a Óvila el 3 de junio de 1931, pero no se pudieron paralizar las obras de desmantelamiento, pues ya estaban prácticamente acabadas”, explicaba el especialista el ya fallecido José Luis García de Paz.

De todos modos, Layna Serrano llegó a dirigirse tanto al recién nombrado director general de Bellas Artes, Ricardo de Orueta, como al diputado por Guadalajara Álvaro de Figueroa y Torres (Conde de Romanones) para que intercedieran y paralizasen el traslado del monumento hacia California. Sin embargo, ninguno de los dos pudo hacer nada. El proceso estaba muy avanzado.

A pesar de estas circunstancias, aún hoy se observan algunas ruinas de Óvila en la provincia (aquellos restos que no se llevó el magnate). “Quedan los cimientos de la iglesia conventual y de la bodega, obras del siglo XIII. Lo demás son paredones ruinosos, corrales, la doble arquería del claustro de hermoso estilo renacentista, parte de las techumbres góticas del templo y poco más”, relata Herrera Casado.

“Lo que ha quedado aquí es bastante visible, aunque no tiene nada que ver con lo que era originalmente”, añade este especialista. Quizá uno de los restos más interesantes sea la cilla o despensa del complejo. “Se trataba de una sala muy grande, inmensa, con unos grandes arcos apuntados. Era una obra de ingeniería maravillosa, pero como solo tenía eso –sin más decoración– no le interesó a Hearst”, explica. Por eso, no se lo llevó.

El complejo monumental
Las primeras noticias de este edificio religioso aseguran que estaba ubicado en la orilla derecha del Tajo, en el territorio de Murel. Es decir, un poco más arriba del lugar en el que se acomodan hoy las ruinas cistercienses. “Pero muy pronto cambió de emplazamiento. Y en 1186 se localizó ya en Óvila”, señala Herrera Casado. “La casa debió estar habitada por monjes llegados de Valbuena de Duero, si bien a al monasterio arriacense se le ha considerado siempre filial de Huerta”, aseguraba el especialista Merino de Cáceres en uno de sus estudios.

Así, en 1186 se inició la edificación de las dependencias monacales, del claustro y de la iglesia. El templo “era un edificio grandioso, de planta de cruz latina, con una sola nave divida en cuatro tramos, más el ancho crucero y una cabecera con tres ábsides […] Todas las naves, crucero y ábside se cubrían de bóvedas de crucería, apuntadas. A los pies del templo se abría la portada, de un bello manierismo”, se explica en «Monasterios medievales de Guadalajara».

Al sur de la iglesia se emplazaba el claustro, de importantes dimensiones. Asimismo, “eran notables el refectorio, el dormitorio de novicios y, sobre todo, la sala capitular del complejo, de bóvedas nervadas apoyadas sobre gruesas columnas con capiteles de flora esquemática”, añadía García de Paz en su obra.

Además, esta riqueza patrimonial del complejo hablaba de la potencia que alcanzó tras su creación. “Los primeros bienes de los monjes consistieron en censos y diezmos de Ruguilla y Huetos, algunas yugadas de tierras en Gárgoles, un molino en Sotoca de Tajo y dos más en Carrascosa, además de una gran heredad en Padilla del Ducado y otra en el lugar de Cortes”, indica el actual cronista provincial en uno de sus libros.

Sin embargo, el esplendor de este monasterio no fue permanente. Su decadencia se inició en el siglo XV y se prolongó hasta la actualidad. De hecho, sufrió varios puntos de inflexión negativos. Entre ellos, la desamortización de Mendizábal o el desmontaje de muchas de sus dependencias, ordenado Hearst. Empero, no fueron los únicos. “Las guerras civiles del siglo XV procuraron una señalada despoblación en los pueblos de la comarca del Alto Tajo. Así, durante el tercer cuarto de esta centuria fueron pasando todas las posesiones que Óvila tenía en los alrededores –Huetos, Sotoca, Ruguilla y Gárgoles de Abajo– a poder de la naciente aristocracia de la zona, encarnada en los condes de Cifuentes”, explican los especialistas.

Este proceso se produjo, en ocasiones, de forma muy veloz. “El expolio se efectuó de manera tan acelerada que hasta los vecinos de Murel y Morillejo, de forma impune, se adueñaron de las tierras que la Orden cisterciense tenía en sus términos”, subraya Herrera Casado. Además, “en el siglo XVIII hubo un incendio que acabó con todo el archivo monasterial. La zozobra siguió a lo largo de la Guerra de Sucesión y gracias a que la iglesia conventual se convirtió en parroquial, y a que el prior fue considerado como cura–párroco, el complejo pudo sobrevivir en continua agonía. Luego llegó la contienda de la Independencia, en la que el monasterio sufrió considerables mermas económicas y grandes desperfectos materiales”.

Asimismo, tras el proceso desamortizador del XIX, Óvila fue abandonado. Quedó bajo propiedad estatal, siendo Manuel Cortijo –vecino de Ruguilla– el agente liquidador de los bienes del monumento. “Se dispuso el paso de muchas de sus joyas artísticas a las iglesias parroquiales de los alrededores. Su magnífica biblioteca, sus archivos, etc. fueron robados impunemente y malvendidas”, denuncia Herrera Casado. Sin embargo, su fin definitivo llegó en el primer tercio del siglo XX, cuando William Randolph Hearst consiguió la propiedad del complejo y mandó trasladar varias de sus estancias a Estados Unidos.
Por tanto, en este caso se observa –una vez más– el abandono, destrucción y expolio del legado histórico y monumental. Un aniquilamiento que se ha hecho con la aquiescencia de autoridades civiles y religiosas, y ante la indiferencia del grueso de la ciudadanía. Sin embargo, las mentalidades están cambiando. Cada vez se observa un mayor interés por la historia, ya que, como dijo el poeta escocés Robert Burns:

«La historia es cuestión de supervivencia. Si no tuviéramos pasado, estaríamos desprovistos de la impresión que define a nuestro ser».

Bibliografía:
GARCÍA DE PAZ, José Luis. Patrimonio desaparecido de Guadalajara. Guadalajara: Ediciones AACHE, 2003.
HERRERA CASADO, Antonio. Monasterios medievales de Guadalajara. Guadalajara: Ediciones AACHE, 1997.
MERINO DE CÁCERES, José Miguel. “Óvila, setenta años después (de su expolio)”, Loggia, Arquitectura & Restauración, 13 (2002).
MERINO DE CÁCERES, José Miguel. Óvila, setenta y cinco años después (de su exilio). Guadalajara: Editores del Henares, 2007.