Y Buero Vallejo, ¿qué?

cartel buero AteneoEl Ateneo de Madrid celebra este viernes (19 h, calle Prado, 21) un homenaje a Antonio Buero Vallejo, quien fuera socio número 986 de esta institución cultural. El evento coincide con el centenario del nacimiento del escritor y dramaturgo alcarreño, una efeméride que, al menos hasta ahora, está pasando sin pena ni gloria en su tierra natal. Esta desafección o descuido hacia Buero tal vez no es casual. Al contrario, es coherente con la frialdad con la que Guadalajara trata a sus propios símbolos. Enlaza con esa mueca de distanciamiento de una ciudad incrustada en el “Gran Madrid” y que va camino, si no lo es ya, de ser un distrito periférico de la capital de España. Sólo con los bizcochos borrachos no se marca perfil propio.

En el acto del Ateneo participarán la viuda y el hijo del escritor. Arrancará con la conferencia Buero Vallejo, un teatro crítico, rebelde y esperanzado, a cargo del experto en la obra del artista Antonio Chazarra; y le seguirá una lectura de textos de Buero por parte de gentes de la política y la cultura. Pedro Sánchez, secretario general del PSOE, entre ellos.

Buero Vallejo está considerado el mayor exponente del teatro de posguerra y una de las principales firmas de la literatura contemporánea española. Fue miembro de la RAE y se alzó con galardones como el Cervantes (1986) o el Nacional de las Letras (1996). En cualquier otra ciudad del mundo sería una imagen venerada y recordada de forma perenne. En Guadalajara, no. En Guadalajara la prioridad es levantar glorietas horrendas con enormes banderas de España y constreñir el ambiente de la cultura “oficial” en un sainete casposo y macilento.

El concejal Manuel Granado, cargado de razón, se ha quejado estos días de la falta de iniciativa del Ayuntamiento de Guadalajara para conmemorar el centenario de Buero y aprovechar este acontecimiento en Fitur, en contraste con los fastos preparados para evocar a Cela, que también nació en 1916. Lo uno no debería ser óbice para lo otro. Cela es una figura mundial ligada ya para siempre a nuestra tierra. Tiene, además, una percha fácil de vender en los mercados turísticos, y no sólo porque su espacio literario encuentra una concreción física (la ruta de La Alcarria) sino porque, además, este itinerario coincide con una de sus obras principales.

El caso de Buero es distinto, y por eso dudo de si Fitur era la plataforma adecuada para promocionar su obra. Cela es el carnaval del Viaje a la Alcarria. Buero es la profundidad de su legado intelectual. Vivimos en unos tiempos raros. Tiempos en los que se promocionan campus universitarios pensando en las coca-colas que tienen que vender los bares del centro, en lugar de hacer primar criterios pedagógicos. Tiempos en los que se manosean autores de referencia para convertirlos en meros reclamos turísticos. ¿Será posible algún día, algún año, algún siglo de estos, abordar un asunto cultural sin mercantilizarlo?

Buero Vallejo, de padre militar y madre de Taracena, nació en Guadalajara y aquí vivió su infancia salvo un breve lapsus en 1927. Estudió bachillerato en la capital arriacense y en el semanario UHP comenzó a plasmar su veta pictórica, que nunca dejó de cultivar pese a despuntar en la literatura. La relación entre Buero y su ciudad natal fue generalmente fría e irregular, aunque ahora el principal teatro de Guadalajara lleve su nombre. Él huyó de lo que entonces era una pequeña capital de provincias para instalarse en Madrid, donde luego desarrolló un teatro surcado por la corriente del posibilismo. En contraste con la vía rupturista de Alfonso Sastre, Buero opuso resistencia al régimen franquista con una lucidez que exigía al lector leer entre líneas, ya fuera escarbando en la miseria de las barriadas de posguerra (Historia de una escalera), en la ceguera de Ignacio, que era la ceguera de quienes aspiraban a vivir en un país libre (En la ardiente oscuridad) o en los odios fraternales de dos hermanos separados tras la Guerra Civil (El tragaluz).

Buero pagó la defensa de los ideales republicanos con la cárcel -donde es sabido que trabó amistad con Miguel Hernández– y con una condena a muerte en 1939 por “adhesión a la rebelión”. Pero no con el exilio. Después de la guerra se quedó en España y burló la censura con una dramaturgia que la mayoría de los críticos especializados sitúan al nivel de Valle-Inclán o del propio Lorca. Su perfil tristón y su alergia a los focos no le ayudaron a cultivar un mito alrededor suyo. En cambio, le granjearon un prestigio de escritor de altura y de intelectual solvente de los que no se despojó hasta su muerte, hace ahora 16 años.

No se puede disociar la figura de Buero de su compromiso político y filosófico porque es precisamente ahí donde ancla su brillante literatura. Sería una pena infinita que, por dejadez o por sectarismo, el equipo del doctor Román fuera incapaz de ensalzar a Buero Vallejo como se merece. Esto es, como uno de los principales dramaturgos que han dado las letras españolas. Un arriacense universal.