Cuento de los senderistas extraviados

Los rayos del sol asomaban a la espalda de la sierra del Alto Rey mientras los dos amigos continuaban por una senda que les conduciría al curso del río sorbe. Su objetivo: Llegar al pintoresco pueblo de Valverde de los Arroyos. Después de un descenso vertiginoso llegaron al mismo lecho del río y pudieron contemplar los restos del antiguo molino, también numerosos pies de olivo abandonados, que seguramente fueron plantados por los antiguos serranos aprovechando el microclima que se forma debajo de las grandes paredes de cuarcita que jalonan el curso alto del Sorbe. Incluso pudieron ver una vieja batea oxidada de las que se usaban para buscar pepitas de oro. Buscaron un remanso y aprovecharon una serie de grandes piedras en mitad del río para cruzar sin mucho problema, solamente el nado huidizo de una nutria con un cangrejo en la boca aguas arriba les pudo perturbar. Comenzaron un ascenso continuado a través de una extensa mancha de pinos resineros. Éstos fueron plantados por las instituciones para repoblar diferentes zonas de esta sierra con el fin de aprovechar su resina y convertirse en un recurso económico para los valientes que decidieron no emigrar durante los años 70 y 80. A medida que iban ascendiendo, comenzaban a verse las primeras plantas de gayuba con sus elegantes frutos rojos. Al rato, atravesaron una zona especialmente llamativa, pues se podía adivinar entre la maleza una especie de trinchera junto a lo que parecía ser un bunker. No sería de extrañar, ya que estas tierras tuvieron una gran importancia estratégica durante la guerra civil. Todavía tuvieron tiempo de recoger algún ejemplar de níscalo y de boletus hasta que llegó un momento en el que las copas de los grandes pinos apenas dejaban entrar la luz. De pronto el silencio inundó aquel bosque y por un momento se desorientaron y perdieron la noción del tiempo. Entonces decidieron parar para comer y descansar. Encendieron un pequeño hornillo y cocinaron algunas de las setas que habían recogido. Consultaron los mapas y discutieron sobre el rumbo a seguir, pero el cansancio se apoderó de ellos y decidieron dormir. Las horas fueron pasando hasta que un gran destello de luz despertó a uno de los amigos, el ruido despertó también a su compañero y sus miradas se dirigieron hacia un gran haz de luz. Decidieron acercarse y a medida que se aproximaban, el ruido y la intensidad de los destellos iban en aumento. No tenían dudas, el jaleo provenía de una pequeña aldea donde las luces de colores, los banderines y las dulzainas aderezaban una gran fiesta. Al llegar, la botarga saludaba a los dos forasteros lanzándoles su cachiporra a los pies. No dudaron en participar en la fiesta y disfrutar de la noche. Había muchos tipos de máscaras y botargas diferentes, las había con cuernos, dientes, bigotes, pieles, cencerros e incluso colas. La diversión, la música y la bebida continuaron hasta altas horas de la madrugada cuando se dio por finalizada la fiesta. Los dos amigos decidieron dirigirse a las eras situadas a la entrada de la aldea con el objetivo de dormir y descansar para poder continuar con su ruta al día siguiente. Al amanecer, los dos amigos despertaron en mitad del frío y el silencio. La estampa que encontraron era aterradora. A su alrededor solo veían casas muy esparcidas, en ruinas e invadidas por las zarzas y alguna que otra pequeña taina con muros de pizarra derruidos. Sin duda alguna, estaban en mitad de lo que parecía un pueblo abandonado. Sorprendidos, aturdidos y preocupados recorrieron todos los rincones de la aldea sin encontrar ninguna evidencia hasta que se toparon un pequeño cartel de la diputación junto a un camino que anunciaba que estaban a tan solo 8 km de distancia del pueblo de Valverde, la cima del Pico Ocejón en el horizonte certificaba que era el camino correcto. Después de un paseo muy agradable llegaron a Valverde y decidieron refrescarse en uno de los primeros bares que vieron aprovechando para comentar con el camarero lo sucedido durante la noche anterior. Ante tal historia el hombre comenzó a reírse y pidió a los senderistas que dejaran de vacilarle, ya que había recorrido con su ganado los mismos caminos un sinfín de ocasiones, afirmando que en ese trayecto no existía ningún pueblo habitado en la actualidad desde hace al menos 50 años. Los dos amigos no tenían explicación de lo sucedido la noche anterior. No pudieron diferenciar entre si fue realidad o una alucinación, pero nadie les quitaría la experiencia de lo que vivieron en un auténtico pueblo serrano teniendo la satisfacción y recuerdo de lo bonita y sensacional que es nuestra Sierra Norte de Guadalajara.


Pseudónimo: Picachu
Nombre y apellidos: José Ángel Macho