Despoblación: a burro muerto, la cebada al rabo

Una casa abandonada en Albendiego. // Foto: R.C.
Una casa abandonada en Albendiego, en la Sierra de Guadalajara. // Foto: R.C.

Se tiende a confundir la prestación de servicios a los pueblos pequeños con el combate que tiene como fin revertir o, al menos, mitigar la despoblación. El presidente de la Diputación, José Manuel Latre, acudió hace una semana a la I Jornada SOS Mundo Rural, celebrada en Orea, en los confines de la provincia allende la Tierra de Molina. Latre dijo allí, según leemos en Nueva Alcarria, que “la Diputación es un vehículo fundamental de apoyo a los pueblos en la lucha contra la despoblación”.

Es una verdad a medias. La Diputación es una herramienta muy importante para prestar asistencia a los municipios, especialmente a los más pequeños, pero es dudosa su eficacia a la hora de “luchar” contra la despoblación. En realidad, es dudosa su eficacia y la del resto de administraciones porque no ha existido a lo largo de las últimas décadas una política de cohesión verdaderamente encaminada a frenar esta lacra o incluso a darle la vuelta atrayendo gente a los pueblos. Este anhelo, y debemos reconocerlo para no hacernos trampas en el solitario, sigue siendo ahora mismo una quimera.

Elena Martín, que fue alcaldesa de Puebla de Valles y muchas otras cosas en la Junta de Castilla-La Mancha, lo resumió gráficamente en el reciente coloquio de presentación del libro La España vacía en el Archivo Histórico Provincial: “A burro muerto, la cebada al rabo”. Y algo de eso hay en la creciente inquietud por la despoblación. Parafraseando a Shakespeare, hemos avanzado tanto en este mar de lágrimas que retroceder sería peor que seguir avanzando. Dicho sea sin ánimo de añadir dramatismo a la cosa, sino para enmarcar el contexto en el que nos movemos: 2 de cada 10 municipios españoles no pasan de 100 habitantes; 2.652 localidades subsisten con censos de menos de 500 habitantes; 4.995 de los 8.125 municipios que tiene España registran menos de un millar de habitantes censados; y ya hay 14 provincias -Guadalajara entre ellas- en los que el 80% de sus pueblos no pasa de 1.000 habitantes.

Ha transcurrido más de medio siglo desde que el Estado español tomó la decisión de transformar una economía eminentemente rural y agraria en otra urbana e industrializada. El proceso de vaciamiento del interior peninsular ha sido tan intenso desde entonces que ahora resulta muy complicado, cuando no imposible, darle la vuelta como un calcetín. Sobre todo, porque implicaría modificar por completo dinámicas muy asentadas en la Administración: superar el localismo provinciano, unificar políticas autonómicas (de ahí la importancia de proyectos como Serranía Celtibérica), rescatar la Ley de Desarrollo Rural (que se aprobó en 2007 y el Gobierno de Rajoy la ha enterrado), transformar el sistema de concesión de ayudas europeas, fiscalizar la organización de los grupos de desarrollo rural, potenciar las telecomunicaciones y revisar la PAC en aras de impulsar la productividad y no tanto la producción.

Mantengo desde hace tiempo que quizá sí cabe aplicar políticas de inversión en aquellas cabeceras de comarca que pueden ayudar a sujetar la población en las áreas rurales. Pero existe una tercera España que ya es inviable rescatar. Hablamos de los pueblecitos de dos o diez habitantes, núcleos minúsculos en los que no existe siquiera una mínima base demográfica o productiva. Sería interesante realizar un ejercicio colectivo de generosidad, cada uno en su propia aldea, y entender que la concentración de esfuerzos alrededor de las cabeceras de zona ayudaría, si no a remediar la despoblación, sí a paliarla.

En todo caso, la eclosión a escala nacional de un asunto trascendental para el país como es la despoblación resulta nutritivo para el debate público. Porque, ciertamente, que la mitad del territorio español se haya convertido en un páramo, aunque en modo alguno afecta a la vida cotidiana de las ciudades, sí tiene consecuencias irreversibles para la cultura rural, el medio físico y el hábitat.

Las jornadas lúdico-festivas para evocar la añoranza de los pueblos, o sus vicisitudes presentes, surgen de un espíritu encomiable. Merece la pena que sean apoyadas y alentadas. Pero tal vez el “movimiento rural” –por etiquetarlo de alguna manera- necesite ya pasar de pantalla para no enquistarse en una reivindicación que, aunque justa y necesaria, corre el riesgo de caer en el olvido, la atonía o la invisibilidad. El propio Sergio del Molino, aragonés de residencia, me contaba el otro día el desgaste de la plataforma Teruel Existe, que en su día fue el banderín de enganche de las provincias del interior. El riesgo de alzar la voz contra la despoblación es que se quede en una rerverberación nostálgica. El asunto adquirirá categoría de prioritario cuando exista una corriente social que exija cambios reales y pragmáticos en las políticas que se practican en las zonas rurales.