¿Dónde estaba la realidad?

La pregunta me la hice en el acto público, en el que estábamos citados para acceder a una plaza de maestros. La respuesta tardé tiempo en encontrarla, estaba oculta en la escala de valores que regían el imaginario colectivo.

Del listado de los pueblos que nos entregaron al inicio del proceso, yo conocía los del extremo oriental de la provincia. En esa zona estaba ubicado mi lugar de origen.

Los comentarios surgieron a borbotones, en los momentos previos a iniciarse la entrega de destinos. Hice mis cálculos, no exentos de errores, ignoré que las preferencias de cada uno, nada tenían que ver con las del resto. Importaba más que lo que yo deseaba, lo que desearan quienes me antecedían. Incógnita mayor.

Llegó mi turno y la decisión casi sin criterios, me condujo a uno de los pueblos de la Sierra Norte de Guadalajara.

—Usted elige un pueblo de la zona de la “Tejera negra”.

A este comentario de una de las personas de la mesa, que presidía el acto, respondí con una ligera inclinación de cabeza y una media sonrisa que mis labios tensos no dejaban escapar.

Sentía miedo por la decisión, no tenía más razón que los comentarios que había escuchado. Aquella decisión repentina se transformó en mi mente en una indecisión intensa, que se fue haciendo del color de los tejados a medida que transcurrían las horas.

Llegué al lugar una mañana de otoño, era un día lluvioso, el negro de las lajas de pizarra de aquellos tejados tenían un brillo plateado que contrastaba con los tonos ocres, amarillos, rojizos de las hayas que atravesé para llegar al pueblo. La imagen, ahora, diría que era idílica, entonces no la supe interpretar.

Al recoger la llave de la casa de la escuela en la que me alojaría, el comentario de la señora que me la entregó me ahondó la duda, o mejor, me avivó la herida.

—Con lo joven que es usted, vaya dónde la han mandado. ¿Conocía estos pueblos?

—No señora.

—Por eso ha venido, esto es lo peor del mundo. Aquí tenían que darnos una paga solo por vivir aquí. Ya verá que pronto se cansa. Y esto no es lo peor, llegarán los fríos y la nieve.
Si es lo peor del mundo, ¿cómo será?

Mi imaginación y la irrealidad a la que me condujeron eran densas, pesadas.

Esperé que el secreto que estaba oculto se fuera desvelando. Lo quise descubrir de repente, en las miradas de los niños que llegaron a la escuela el primer día. Solo veía dudas, preguntas, inquietudes, deseos, pero ninguna respuesta para mis devaneos.

Intentaba salirme de los estereotipos dibujados por los otros y ser libre a la hora de sacar conclusiones. No sabía salir del diseño recibido. Dentro solo había inseguridad. Quería sentir algo positivo. Lo había. Había salido el sol. En el campo había una explosión de colores. El silencio envolvía el ambiente. Nada me perturbaba, solo, la semilla que había empezado a germinar y había encontrado un campo abonado para iniciar el vaciado de los pueblos pequeños.

Los niños en los que pronto aprendí a leer entre líneas, se enorgullecían de que sus familiares se habían ido a Madrid, a Bilbao, a Cataluña. Su objetivo era aprender para irse también y encontrar un trabajo.

Me quedaba con la segunda parte, querían aprender. Saldría del laberinto de preguntas sin respuesta. Me centraría en esta. Había surgido al azar. Querían aprender, por ahí, íbamos bien, yo quería enseñarles.

En ese intercambio surgió una empatía, que me centraba en la esencia de mi tarea. No me dejaría arrastrar por la fuerza de las capas oscuras, rugosas, ásperas que cubrían la esencia de mi realidad.

Tampoco me vencería esa esperanza de la que hablaban los niños y sus madres: aprender para el futuro, tenía que conseguir que disfrutáramos el presente. La tarea tenía que enriquecer el núcleo de nuestro día a día, lo otro era una promesa que se apoyaba en la necesidad de salvar las capas oscuras que nos envolvían.

Así fuimos ahondando para enriquecernos sin llegar al éxtasis, eso significaría la culminación de la tarea y estábamos empezando.

Aprendíamos, sin ponerle nombre, que la vida compartida es una bondad, que ayudaba a todos. Estos pensamientos me sumergían en un estado de felicidad, eran un milagro que borraba los inicios.

Descubrí las bondades de una leche acabada de ordeñar, aunque hubiera que cocerla a fuego lento, las verduras frescas, los huevos recién puestos, el aire puro.

El vía crucis del principio fue inevitable. Estaba diseñado. La insistencia, el esfuerzo, el sacrificio fueron la revelación.

odo no estaba escrito. Al finalizar el curso, llegó un comunicado. El próximo curso la escuela estaría cerrada. Los niños serían trasladados a una escuela-hogar.
Por decreto, se vaciaron muchos pueblos.


Pseudónimo: Ostra Rizada
Autor: Perla Díaz Arcos