Pseudónimo: Luis Kayán
Autor: Javier Caballero
Agostado en la orilla del pantano, el cuello encogido sobre la bufanda de plumas, las
patas sumergidas en el agua, los ojos apagados, sumergidos también pero en algo
vago-vaporoso, un buitre se balancea con la brisa, tal vez soñando por última vez con
las alturas, sin fuerza, porque se muere.
Como el agua está baja, asoman las ruinas de un pueblo que fue echado en el olvido
(en un despacho sombrío), los muros de piedra y pizarra, los antiguos corrales y chozas
que guardaban el ganado comunal, los troncos de los árboles, pulidos como prismas
extraterrestres, y más allá el mar de estepas y retamas, devorando las viejas praderas,
los senderos ininteligibles, salpicado de robles y encinas, y de fondo, vertebrándose de
azules y espliegos y neblinas, el Alto Rey.
El buitre no se mueve. Es como un hito de basalto negro resaltando sobre las lascas de
pizarra que declinan en el agua, deshaciéndose, formando una arenilla de escamas de
plata A veces pareciera que sí (que sí se mueve), pero solo es la brisa, o las ganas que
tengo de verlo volar otra vez, un golpe de sus alas poderosas elevándose con la térmica,
el cuerpo libre en su propia estructura errante, trazando círculos en el cielo, como si
transportara un secreto o una pérdida, antes de regresar a los cortados con los suyos,
a salvo; que todo vuelva a su orden y sentido y no esta extrañeza de su ahogo y su
soledad y su muerte inminente.
El sonido de los cencerros y esquilas anuncian una realidad tangible y no: un rebaño
que atraviesa el mar y sus pendientes, que ramonea trepando por rocas y ramas,
aproximándose poco a poco a la orilla, sembrando de bolitas de vida las profundidades.
Cuando las primeras cabras ven al buitre, avisan a las demás. Hay un código de
pestañeos, una oscilación circular de colas exiguas y balidos inexorables y el rebaño se
detiene. Varias se acercan al buitre, primero con recelo, luego llevadas por la curiosidad.
Una se vuelve y es como si explicara: este enemigo ya no lo es. De este modo, el rebaño
toma posiciones y, una a una, las bocas sacian su sed mientras el buitre se balancea
con la brisa, las patas sumergidas en el agua, los ojos sumergidos también en algo
vago-vaporoso que las cabras sienten asimismo.
Viendo al buitre inmóvil (rodeado completamente por el rebaño) no puedo dejar de
pensar en ciertas elipses y transmutaciones, que de alguna forma las cabras son el
buitre y el buitre es también las cabras (o lo será alguna vez). Siento miedo y
desasosiego y aprensión, porque en verdad yo también quisiera ser de alguna forma el
buitre y las cabras, no ésta conciencia distante y aséptica que analiza y conjura, que se balancea con la brisa pero sin la brisa, ser el buitre y las cabras y los muros de piedra y
pizarras, y la arenilla de escamas de plata, y el mar de estepas y retamas, quisiera sentir
la misma soledad del buitre, la misma curiosidad que las cabras, y no los despachos
sombríos donde deciden echar al mundo en el olvido.
Ser las cabras, sí, y sembrar de bolitas de vida las profundidades, que ahora hilan
topetazos al buitre para que reaccione, para que regrese de ese algo vago-vaporoso
donde permanece sumergido. Y elevarme por fin, elevarme por última vez con la
térmica, el cuerpo libre en mi propia estructura errante, trazando círculos en el cielo,
ramoneando entre las nubes, pulido como un prisma extraterrestre, como si transportara
un secreto o una pérdida.