Entre todos

Pseudónimo: Miguel Nonell

Autor: José Miguel Cócera

Finalista

Amanecía. Siempre se hace mágico ese momento. La oscuridad se diluye sin perdón. Un fulgor carmesí agazapado tras el horizonte, más allá de Galve de Sorbe, nos rescataría de los miedos, del recuerdo imborrable de los errores y pecados por olvidar, de esa noche que no cesa, anunciando un nuevo sol. La carretera serpenteaba, entre pinos negros, huyendo de las sombras del valle, ganando altura mientras bordeábamos la ladera de la Peña del Reventón. Un silencio espeso reinaba en el Alto Sorbe a esas horas. El Pico Ocejón vigilaba sereno, inmutable nuestros pasos, camino de La Huerce. Mi esposa y la pequeña Carolina respiraban en el coche aquella serenidad del paisaje. Nos esperaba un día duro. Éramos voluntarios junto a una asociación juvenil, preñada de sueños, de gigantes a batir. El objetivo: despejar una senda en el monte, reconstruir un viejo puente derruido. Un arroyo eterno como único testigo del olvido que hoy vamos a conjurar.

Todo era descubrimiento. Mi familia y yo conocíamos otros parajes de la Sierra Norte. Valderde, y Umbralejo como turistas en las tierras altas. Hoy es diferente. Venimos a través de una compañera de curso y vecina de la zona, un curioso curso, Orientador medioambiental rezaba el título. Junto a sus compañeros de la Asociación nuestras manos e ilusión serán parte de un proyecto que hoy solo comienza. La huella de nuestro trabajo rescatará un viejo camino, transitado por muleros y soldados, por frailes e infieles, por pastores y buhoneros.

El arroyo de Valahuerce nace al fondo del valle, donde el Cabezo Largo. Le vigilan en su descenso el pino negro, la encina y el roble. Ha sido testigo del trasiego humano entre los pueblos de la Sierra del Alto Rey. Es uno más de los cauces que prefieren morir en paz en el río Sorbe, al fondo del valle. Lo cruzan varios pasos para vadear la crecida de invierno y el deshielo en primavera. Uno de ellos es el puente olvidado cerca del Molino Viejo.Rudo, estrecho, vital para tantos caminantes que dieron vida al pueblo en tiempos remotos, o quizás no tanto.

El puente, medieval, levantado tras dejar de ser tierra de almohades, es de los construidos por maestro de obra y operarios locales, con pocos medios y mucha intuición, sin ingeniero que supervise. De sillares de piedras planas, su ojo es un arco de medio punto. Posiblemente de piedra seca, sin argamasa, como sus hermanos en las tierras de Soria y Teruel. Una técnica fiable en arroyos pequeños, con muros robustos y un solo ojo. Vestigio de tiempos duros, de ser frontera, cruce de destinos, encerrados en la inmensidad de sus barrancos y horizontes, lejos de cualquier urbe.

Por fín llegamos a La Huerce. Un café para conocer a nuestros nuevos compañeros. Ocho jóvenes en edad de impulsar una revolución cada día, de asumir una nueva causa justa. Esperaban en la terraza del bar municipal. Su entusiasmo nos contagió. Nosotros éramos tres urbanitas confesos, dispuestos a ser una pieza más de aquella marea solidaria, como uno más del grupo. Descendimos desde el pueblo hacia los alrededores del Molino Viejo. El terreno es abrupto y seco. Abandonamos los vehículos para realizar el resto del camino al arroyo a pie. Sogas, hachuelas, azadas, rastrillos y palas aparecieron en el suelo para repartirnos el traslado de la herramienta. Mi hija, con apenas siete años recogió el mango de un rastrillo. Acompañó a su nueva amiga, una joven del grupo de sonrisa luminosa. No se separaron en todo el día. Llegamos por fín al arroyo. En verano el caudal era escaso.

Aún así había un remanso de aguas cristalinas con una línea de grandes piedras como paso a la otra orilla. Seguimos el cauce contracorriente y lo encontramos escondido. La senda que encaraba el puente estaba llena de vegetación. Zarzas, cáñamo y algún álamo incipiente ocultaban el tramo de senda que llegaba al otrora puente. La sección central del mismo había desaparecido. El ojo solo conservaba una caída de varios metros hasta el cauce. Sin embargo, los sillares de ambos lados se mantenían fuertes.

Durante todo el día estuvimos limpiando la senda, quemando rastrojo y pelando arboles ya caídos para preparar una plataforma central robusta, sólida, de troncos entrecruzados, con una pasarela que permitiera el paso de personas, que no vehículos, por el vetusto puente. Sin pretenderlo volvimos a la época donde los sueños debían construirse con nuestras manos. Por toda herramienta la buena voluntad de tus vecinos, sus brazos, su pan, su ánimo. Todos volcados a una. Quizás antes, la vida en los pueblos de la sierra requería esa consciencia ante la adversidad y la tormenta. Hoy permanece intacta. Con el puente asumimos este espíritu, el de la Sierra Norte. La obra se terminó al final del verano. Otras manos, otros sueños. Entre todos.