La parada del coche de línea

Pseudónimo: Domingo Jiménez

Autor: José Ignacio Llorente Olier

Finalista

Cuando eches la parva a lo alto, ponte detrás del viento pa que no te coma el tamo”. Resuena en mi pensamiento, en esta tarde sin horizonte de asfalto y ruido, el consejo de mi tío junto al montón de cebada ahora aventado por el recuerdo.

Mi mente vuela entonces hacia la hondonada del pueblo, nítida tras la cuesta del río, brillantes sus pizarras bajo el sol del mediodía. Veo a la cabrada asomar entre las jaras, mordiendo las flores blancas traídas por el mayear de marzo y cortejadas por el aroma a lavanda y a cantueso, a tomillo y a romero. Escucho el balido de los chotos al bajar hacia la Fuente Vieja, apenas evitando las espinas de las zarzas aún sin moras. En su pilón nadan clariaguas y renacuajos, más la paz de ese instante es sesgada por la sed de los cabritos. Lejos quedan las heladas de noviembre, la matanza del lechón, sus tripas hechas chorizos. Lejos, también, la yunta arando la tierra escarchada. Lejos, ya, los vaquillones, sus astas y sus cencerros.

Veo luego llegar julio, y cómo junto al camino se afana el segador, doblada su espalda en dos. Observo su mano izquierda protegida en la zoqueta mientras la hoz afilada corta el trigo. Lucha el hombre en su terruño empinado. Le gana trecho anhelando su condumio.

Miro a los bueyes caminar hacia las eras, cargados con la cosecha. Contemplo crecer los montones desde el Cazaizo hasta la Preira. Tras ponerse el sol, adivino el Camino de Santiago y sus legiones de estrellas; y cómo queda la parva guarnecida en la negrura, que ha tomado el testigo del atardecer.

Trilla un chaval junto al olmo. Da varazos a la mula. Resopla esta encajando el castigo. Le azuzan tábanos y avispas. Le zahieren su grupa hasta teñirla de rojo. Da vueltas el infante sobre el trillo, y las piedras afiladas tajan espigas y tallos. Se alzan las horcas, empujadas al cielo. Van alejando con sus puntas paja y grano. Mi pensamiento oye silbar entonces el viento desde el Alto Rey hasta las eras en esa tarde de estío.

Barrerán más tarde las mujeres con brezo y acebo hasta la última mota entre la hierba. Cribarán los hombres el grano, lo meterán en sacos y lo llevarán por el río hacia el molino. Llegará la fiesta: la ronda de las rosquillas, la jota al alba, los mozos rasgando las cuerdas de las guitarras y bebiendo anís entre canto y canto. Traerá el confitero dulces y almendras garrapiñadas; y habrá baile, besos, y tequieros.

Me emociono en ese instante al recordar a mis amigos, los niños que nacimos lejos, y que todos los veranos llegábamos una tarde en el coche de línea hasta el empalme de los cuatro caminos de Villares.

Entonces surgía el alboroto: “¡Hay que ver lo que has crecido!”, “¡Pero si eras un malato!”, “¡Qué alegría!”, “¡Estás muy guapo!”, “¡Cuánto hace que no te veo!”.

Regresábamos así a la calle a perseguir saltamontes, a trepar a los árboles en busca de morgaños y de nidos de gurriatos, a construir cabañas y a jugar al balón prisionero tras las tormentas, que obligaban a salir al arcoíris y hacían que el campo oliese a hierbabuena.

El pueblo era el mundo y el mundo era nuestro, pero al cabo del tiempo, cuando agosto ya menguaba, teníamos que volver al colegio para ser hombres de provecho el día de mañana, que llegó sin darnos cuenta y pasó de largo sin que lo advirtiéramos.

Y en esa última madrugada, de retorno a la gran ciudad, cuando despuntaba el alba, el nudo en nuestras gargantas sólo era mitigado la certeza de que, al verano siguiente, la felicidad nos estaría esperando de nuevo en la parada del coche de línea.

Nota de la organización: Versión posterior al cierre del concurso, entregada bajo el seudónimo de “Domingo Jiménez”