En las cascadas del Aljibe

Cascadas del Aljibe
Cascadas del Aljibe

Había sido un invierno especialmente frío. Y lluvioso. De los que ya no se recordaban ni siquiera en esta parte de la Sierra de Guadalajara, con vientos gélidos que se clavaban como alfileres en las mejillas y temperaturas bajo cero de la mañana a la noche. Pero finalizaba ya el mes de marzo y en los últimos días había empezado a suavizar. La nieve del Ocejón perdía espesor y los gorjeos de los pájaros, tan silenciosos en invierno, habían regresado.

Tímidamente engordaban, aunque con retraso, los pimpollos de almendro y alguna flor se atrevía ya a mostrar su rosada blancura. La tierra se iba cubriendo de un verde jugoso, alimentado por tanta agua. Nos pareció el momento perfecto para visitar las Cascadas del Aljibe. Debían estar a rebosar con el reciente deshielo.

Salíamos de Campillo, de la casa que tan buenos momentos nos había dado en los últimos años. Nos reuníamos allí, especialmente en primavera, varias parejas de amigos, compañeros de carrera casi todos, que nos habíamos reencontrado tras el veinticinco aniversario de nuestra Licenciatura.

Descubrimos que nos gustaba estar juntos, como entonces. Y que los afectos pueden mantenerse intactos durante tiempo indefinido, porque son rescoldos que nunca se apagan del todo. Vivíamos en Madrid y en Alcalá. Pero en aquella tierra tan próxima, de belleza tranquila, habíamos encontrado un remanso de camaradería y de paz.

Es verdad que esta vez era distinta. No estábamos al completo. Y no porque alguno hubiera tenido que faltar a nuestra cita. Eso casi siempre ocurría. Teníamos hijos, padres, obligaciones…No, la de ahora era una ausencia definitiva, que nos había dejado un poco huérfanos a todos.

Campillo de Ranas
Campillo de Ranas

Cascadas del AljibeDemasiado pronto, la muerte nos había visitado. Y faltaba ella, la más viva, la que se quería beber la vida a tragos largos. Había esquivado una vez el final.

La segunda no lo logró.

El día amaneció muy claro, con un cielo casi añil de tan puro, sin una sola nube. Pero a medida que nos aproximábamos a las cascadas empezó a cambiar la luz. Un viento repentino y poderoso había arrastrado nubes densas, plomizas, que teñían todo de gris. Nos recorrió una sensación de irrealidad al bajar el abrupto descenso hacia las cascadas. Surgidas como un milagro de entre un terreno árido, casi sin vegetación, allí estaban aquellos dos oasis. En la primera poza el agua era de un verde grisáceo, similar al del cielo.

Me recordó a Lara. Al color de sus ojos, que tanto echaba de menos. Pensé en cuánto le habría gustado estar allí, con todos nosotros. Compartiendo una vez más el tiempo y la amistad. Pero Lara no iba a volver. Durante unos instantes, la vi asomada al aljibe, escuchando el sonido del agua, con su melena rubia mecida por el aire… Sonreía, creo que quería disipar la tristeza de su ausencia.

La volví a ver unos metros más abajo, con el agua más azul, confundida entre la bruma que levantaba la cascada. Observé a los demás, por si también ellos habían notado su presencia. Pero reían y charlaban aparentemente ajenos a la nostalgia.

De pronto comenzó a llover, con unas gotas pesadas y gruesas que invitaban al regreso. Me di la vuelta antes de emprender la subida. Lara ya no estaba, pero durante todo el camino de regreso la sentí a mi lado, mi mano derecha unida a la suya con una calidez inesperada en medio de una lluvia que arreciaba…

Volvimos a la casa. Al abrigo de la pizarra. Les esperaba a ellos el calor de la chimenea. A mí no me hacía falta.


Pseudónimo: Aletheia
Nombre y apellidos: Fátima Chamorro Merino
2º Premio