Viaje de Membrillera al Ordial

La Sierra del Alto Rey desde el Ordial
La Sierra del Alto Rey desde el Ordial

De vez en cuando mi padre me llevaba al Ordial, para mí era como ir de fiesta ya que era con Jadraque, el único lugar que visitábamos. Comenzaba mi aventura cuando mi madre me anunciaba que tenía que acompañar a mi padre para ver a la familia. Me sentía muy feliz a pesar de ser un viaje muy monótono, seis horas montado en una burra, aunque de vez en cuando mi padre me bajaba para estirar las piernas.

Recuerdo que un día nevó y yo iba metido en un cobijón del serón que transportaba la burra, y en el otro, metieron piedras para hacer contrapeso. Iba tapado con una anguarina y como quería ver lo que pasaba, la levantaba y bajaba rápidamente para que no entrara la nieve.

Recuerdo que paramos un buen rato debajo de las rocas del término de San Andrés, junto al río Bornova, donde el agua pasaba por un canal estrecho entre las rocas horadadas por el tiempo y el camino que iba de San Andrés al Ordial, cruzando Alcorlo.

Maravilloso paisaje de grandes rocas que sobresalían y servían de refugio a los caminantes.
También caminábamos por debajo de un puente romano de la senda que unía Cogolludo con Alcorlo. Resaltaba en medio de una pradera, por donde corrían las aguas cristalinas, en lo que hoy es el fondo del pantano. Las impresionantes rocas que había antes de llegar a ese punto hacían un arco sobre el camino; y permitían cobijarse de la lluvia o la nieve mientras comíamos un poco de pan con tocino, que nos había echado mi madre de merienda.

Otras veces, con mejor tiempo, disfrutaba del paisaje alegre y diverso por aquellas grandes cuestas que había una vez pasados los pueblos de San Andrés y Alcorlo. Hasta la burra tenía dificultades para sortear la maraña de piedras y arbustos, así como las estepas y brezos que estrechaban el camino. Me encantaba la gayuba que se extendía verde por el suelo y las laderas del camino como una alfombra mágica; así como los prados cercados de piedra y pizarra. Era una delicia oír el canto de los pájaros y oropéndolas entre las jaras y álamos alrededor de los arroyos en aquella exuberante vegetación.

Alguna vez mi padre me dejaba solo con la burra y se adentraba en la maleza buscando alguna pieza de caza. Si tenía suerte, cuando volvía traía en el zurrón una paloma o un conejo para llevar algo de comida a casa de mis abuelos. Cuando cazaba algo me ponía muy contento pero la mayoría de las veces se venía en blanco.

Uno de los viajes cuando estábamos cerca del Ordial, oímos los gritos de una mujer. Mi padre salió corriendo escopeta en mano a ver qué pasaba. Era una joven pastora muy asustada que corría alrededor de un grupo de carrascas porque la perseguía un enorme lagarto, mi padre lo mató de un tiro y la chica se abrazó llorando y nerviosa a mi progenitor como si le hubiera salvado la vida. Ese suceso me causó gran impresión y nunca olvidaré aquella escena.

El Ordial, que pueblo tan bonito y tan serrano. Situado en el alto de la sierra sobre un llano a los pies del alto rey, junto a un monte llamado El Moroquero. Este lugar idílico estaba rodeado de estepas y robles, unos árboles con hojas de terciopelo, que al nacer tienen forma de guitarra, y me entusiasmaba contemplarlos. Un pueblo pequeño con casas de una sola planta construidas con piedras y barro. Los tejados eran de pizarra, lo que ahora se llama la arquitectura negra. Junto a la vivienda había un casillo donde cada vecino guardaba sus propias cabras.

Allí estaban mis abuelos y mis tíos que vivían del campo y me daban leche de vaca recién ordeñada; y tenían panes que guardaban entre mantas para que no se quedara reseco, pues cocían por turnos en un horno común cada siete o diez días. Cuando les tocaba hacer pan, lo celebrábamos, sobre todo los niños.

En El Ordial, pasaba largas temporadas como uno más del pueblo e incluso llegué a estudiar un curso entero en la escuela. Me divertía mucho cuando llegaban las cabras de raza Montánchez por la noche y todas en tropel. Ocupaban todo el espacio y no se veía el suelo de la calle. Eran muy graciosas y un poco más pequeñas que las de Membrillera. La calle principal, y la plaza sobre todo, quedaban blancas por unos minutos. Parecía un pueblo nevado. Increíblemente, poco tiempo después, cada una de las dos mil cabras que habían llegado se metían en su casillo y muy pocas se equivocaban. De repente, la calle, volvía a quedarse vacía y aquella preciosa estampa quedó grabada para siempre en mi memoria.


Pseudónimo: G.D.A.
Nombre y apellidos: Gabino Domingo Andrés
3er Clasificado