Guadalajara capital, una identidad agridulce

Creo que lo adelantó La Crónica de mi buen amigo Augusto, pero ha corrido como la pólvora entre los medios de esta tierra el anunciado cierre para este domingo de Confitería Hernando, antigua Casa Guajardo, fundada en 1880. Es decir, un clásico. Es decir, un icono de una ciudad que precisamente no va sobrada de iconos a los que agarrarse. El problema de su clausura -al parecer, forzada por la mala situación económica- no sólo es que vayamos a echar de menos los bollos, las caracolas de chocolate o los hojaldritos que despachaban en La Flor y Nata y el resto de sus tiendas. El problema es que con Hernando se va una parte de la Guadalajara de toda la vida que, en estos tiempos de siglas y acrónimos, bien pudiéramos rebautizar como la Guadalajara de Toda la Vida (GTV). Dicho sea lo de GTV no con el ánimo de acolcharse a costumbres viejunas, sino de conservar aquellos elementos que procuran el sentimiento de pertenencia.

“La vida moderna exige, y está a la espera de un nuevo tipo de plan, tanto para la casa como para la ciudad”, dejó escrito Le Corbusier. La unificación de la fisonomía de las ciudades, desde que McDonald’s se instaló en la plaza Roja de Moscú, es un proceso consustancial a la economía globalizada. Los referentes propios se sustituyen por marcas franquiciadas que convierten el paisaje urbano en una estampa regular y previsible. Quizá en eso la capital alcarreña es una alumna aventajada del mundo de hoy: no existe un enclave en todo el planeta que se haya esmerado tanto en destrozar sus propios símbolos, en erosionar cuando no destruir su patrimonio histórico y en liquidar aquellos comercios tradicionales que vertebran la personalidad de cualquier urbe, sea ésta grande, pequeña o mediopensionista.

Primero fue La Menorquina, después Villalba y más tarde Campoamor. Y antes el bar Soria o la red de comercio minorista devastada por una política que ha vaciado el centro de Guadalajara, expulsando a sus habitantes a base de especular con el suelo y disparar el precio de la vivienda.

Esta degradación excede la calamitosa gestión de Román en el casco histórico, un erial plagado de solares sin el bullicio comercial de otros municipios de similar tamaño. El alcalde Sanz Vázquez, en el tardofranquismo, situó la ciudad levantada a orillas del Henares como polo preferente de descongestión de la capital de España. Aquello le salvó de la muerte, pero a costa de iniciar la laminación progresiva de sus signos distintivos. Incluido el propio Henares, que discurre de espaldas a la vida social. No ha encontrado nunca esta ciudad la tecla de unos gobernantes capaces de entender la singularidad que supone estar tan cerca y, a la vez, tan lejos de Madrid, un monstruo que engulle a sus entornos radiales. Tampoco se ha diseñado una planificación racional y a largo plazo del urbanismo y la arquitectura. Ni se ha fiscalizado el estado de los edificios para evitar su ruina. Ni se ha pensado en la cultura como motor ciudadano y factor diferenciador. Ni se ha materializado algo tan sensato, y tan viable, como dinamizar el comercio los fines de semana. Justo cuando tantas capitales de provincia de la España interior estallan a base de tiendas, tascas ilustradas y zonas de ocio.

Todo este deterioro no sólo mina la oferta turística, lastrada por una mala reputación –en parte injusta- en lo tocante a la restauración o la incapacidad para recuperar espacios como el Alcázar, sino que cercena la identidad de Guadalajara. La golpea, la daña. Y eso sí que corroe el imaginario colectivo, que muchas veces es más importante que el cemento o las infraestructuras.

Si un negocio popular baja la persiana puede ser por muchos motivos y no todos necesariamente relacionados con el declive del casco. Supone, en todo caso, una oportunidad para reflexionar sobre qué quiere ser de mayor esta ciudad.

Guadalajara es una capital de honda raigambre histórica, con destellos de energía ciudadana como el Maratón de los Cuentos o el Tenorio Mendocino, y con un potencial de calidad de vida cimentado sobre una estructura urbana sostenible. Sin embargo, da la impresión de que sigue sin encontrar su hueco, a caballo entre el extrarradio de Madrid y el hecho diferencial castellano en una región que no siente como propia. Sin un planteamiento metropolitano de luces largas que evite el parcheo recurrente.

Cierra Hernando, sí. Se nos está quedando un perfil urbano paupérrimo, anémico y agridulce. Y sin bizcochos borrachos en la calle Mayor.