Guadalajara también tiene su «Escorial»

El patrimonio monumental arriacense ha sufrido mucho con el paso de los años. Una gran parte ha desaparecido a causa de un desarrollismo muy cortoplacista. Sin embargo, todavía quedan muestras del pasado monumental de la ciudad. Un ejemplo es el Fuerte de San Francisco, que cuenta con elementos de gran relevancia. Entre ellos, su cripta, que en nada tiene que envidiar a la del Monasterio de «El Escorial». De hecho, existen bastantes paralelismos entre ambas…

Pero antes de continuar, ¿dónde se ubica «El Fuerte»? “Sobre una eminencia del terreno, al nordeste de la ciudad y fuera de sus antiguas murallas. Allí se alza el convento de San Francisco, englobado en el conjunto de edificios de militares y colonia de viviendas que, hasta hace unos años, dependía del Ministerio de Defensa”, explica el cronista provincial Antonio Herrera Casado, en su libro «Guadalajara, una ciudad que despierta».

Se trata de un complejo con varios siglos a sus espaldas. De hecho, “fue la reina doña Berenguela quien levantó allí una casa para los caballeros templarios”. Sin embargo, tras la disolución de esta Orden el 22 de marzo de 1312, “las infantas Isabel y Beatriz, hijas de Sancho IV, donaron el edificio a los frailes franciscanos, que –inmediatamente– se asentaron en el lugar, recibiendo múltiples ayudas por parte de la ciudad”. Incluso, el Concejo les concedió una limosna anual, procedente de la renta de la harina…

Las familias aristócratas también se volcaron con el espacio. Entre ellas, los Gómez de Ciudad Real, los Orozco, los Ávalos, los Velasco o los Castañeda. Un apoyo que rápidamente se reflejó en un florecimiento del cenobio. En el siglo XVI ya estaba ocupado por más de 70 religiosos. Incluso, entre sus rectores hubo figuras de la talla de fray Bernardino de Torrijos, llegándose a establecer en el lugar una escuela de Arte y Filosofía Moral. De sus escolares, destacó fray Antonio de Córdoba, que “allí escribió una obra sobre «Suma de caos de conciencia»”.

Pero hubo una familia –los Mendoza– que se implicó sobremanera con este monumento. Y lo hizo desde bien temprano, a partir del siglo XIV. Por ejemplo, en 1383 sus miembros impulsaron cuatro capellanías en el emplazamiento, a la vez que propiciaron las obras del claustro. Años más tarde, en 1395, un incendio destruyó el cenobio casi en su totalidad. Diego Hurtado de Mendoza –Almirante de Castilla– lo levantó nuevamente.
Sin embargo, las intervenciones en el complejo no finalizaron aquí. Continuaron de la mano del famoso cardenal mendocino. “Pedro González de Mendoza construyó la iglesia y puso, además, un retablo gótico, obra del pintor de Guadalajara Antonio del Rincón”, explica Herrera Casado. Los vestigios de la composición se conservan –a día de hoy– en el Ayuntamiento arriacense.

Un panteón de altura
Pero la gran obra de este convento es posterior, de la época del décimo duque del Infantado. El noble se llamaba Juan de Dios Silva y Mendoza, y fue quien mandó edificar bajo el presbiterio “el panteón para los restos mortales de sus antepasados”. Las obras corrieron a cargo de Felipe Sánchez y Felipe de la Peña, quienes lo levantaron entre 1696 y 1728. Lo hicieron “a imitación del que el arquitecto italiano Juan Bautista Crescenzi había trazado para «El Escorial»”.

El mencionado enterramiento “es de planta elíptica, convertida en poligonal mediante aplanadas pilastras. Y una bóveda rebajada, divida en plementos y ornamentada con decoración vegetal, en relieve, descansa –directamente– sobre el friso”, indican los especialistas. “En las paredes se colocan, unas sobre otras, las urnas sepulcrales de los Mendoza, de traza similar a las reales de «El Escorial»”. Además, tanto las paredes como los suelos se tapizan de mármol rosa y negro, “procurando al recito una sobrecargada belleza barroca”.

Sin embargo, el complejo mortuorio sufrió las consecuencias de la inestabilidad política de nuestro país en el siglo XIX. “La cripta fue saqueada y los sepulcros profanados en busca de botín. Los restos de los duques se dispersaron, se mezclaron e –incluso– se perdieron. La biblioteca y el archivo del convento desaparecieron víctimas de un incendio”, señalaba el investigador José Luis García de Paz, ya fallecido, en su libro «Patrimonio Desaparecido de Guadalajara».

A todo ello, se han de añadir los problemas familiares de la Casa del Infantado, que provocaron la salida de gran parte de los restos del panteón de San Francisco. “Al morir el XIII duque, hubo pleito entre su hijo natural legitimado –Manuel de Toledo Lesparre– y el heredero legal, el duque de Osuna. Al final llegaron a un acuerdo por el que Mariano Téllez–Girón, XV duque del Infantado, como tenía tantos títulos, le cedió uno –el de duque de Pastrana– a Manuel de Toledo”, describía García de Paz. “Toledo era muy religioso y, con el permiso de Osuna, llevó los restos [de los inhumados] desde San Francisco a la cripta de la Colegiata de Pastrana”.

Además, “en 1838, la ley desamortizadora de Mendizábal dejó al monumento vacío [de religiosos]”. Y un poco más tarde, en 1841, fue entregado al Ministerio de la Guerra. Por tanto, a pesar de la relevancia del cenobio –y de su panteón–, sufrió un proceso de decadencia. Sobre todo, a partir del siglo XIX. Sin embargo, la propiedad mantuvo en manos del Gobierno nacional hasta hace unos años. En la actualidad, se están impulsando diferentes usos culturales y recreativos en sus instalaciones, gracias al empeño de las diferentes administraciones públicas. E, incluso, el Ayuntamiento pretende crear allí la biblioteca central de la ciudad. Sin duda, se trata de una magnífica filosofía ara valorizar la historia. ¡Conservemos nuestro patrimonio!

Algunos vestigios
Pero, ¿qué es lo que se puede observar –a día de hoy– del antiguo convento de San Francisco? Del mismo, “queda una gran portada neoclásica, que da acceso a un edificio del que se conserva –retocado– parte del antiguo claustro renacentista”, explica Antonio Herrera Casado. En cuanto a la iglesia, “su exterior presenta una fachada y torre modernas, diseñadas en el siglo XX imitando las líneas góticas”. Ambos elementos se reconstruyeron para reparar los daños sufridos durante la Guerra Civil española.

De igual forma, el visitante tiene la oportunidad de disfrutar –también en el templo, aunque en su interior– de una nave amplia –de 50 metros de largo, por 10 de ancho y 20 de altura–, dividida en seis tramos. Incluso, se distinguen ventanales ojivales en la parte superior de las paredes. Una vez atravesado el primer trecho de la nave –cubierto por el coro, que, a su vez, se sustenta en una bóveda de crucería–, se van abriendo, en los laterales, las capillas. A las mismas se accede a través de arcos apuntados. El ábside, emplazado en el otro extremo del santuario, presenta un aspecto “severamente gótico” y su construcción fue impulsada por el Cardenal Mendoza.

 

Bibliografía
GARCÍA DE PAZ, José Luis. «Patrimonio desparecido de Guadalajara». Guadalajara: AACHE Ediciones, 2003
HERRERA CASADO, Antonio. «Guadalajara: una ciudad que despierta». Guadalajara: AACHE Ediciones, 1991.