Jadraque, localidad monumental

El actual territorio arriacense es un espacio que ha estado poblado desde la noche de los tiempos. Incluso, por su configuración geográfica, se conformó como zona fronteriza durante siglos. Sólo hay que estudiar las guerras entre castellanos y árabes para comprobarlo. Una serie de circunstancias que han influido en los municipios caracenses, en cuyo interior se distingue un patrimonio muy variado. De hecho, Guadalajara es la segunda provincia de España con mayor número de castillos –198–, sólo superada por Jaén, donde se suceden 237 fortalezas.

Una muestra de esta riqueza se puede observar en Jadraque, una localidad presidida por su impresionante alcazaba. Hay que tener en cuenta que esta villa, durante los siglos X y XI, “fue un elemento más en el conjunto de complejos defensivos que los árabes establecieron en la orilla izquierda del Henares”, explica el cronista provincial, Antonio Herrera Casado.
El mencionado complejo recibe el nombre de «castillo del Cid», aunque nunca estuvo relacionado con este caballero castellano. Dicha denominación se debe a Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, primer «conde del Cid». Este personaje fue el primogénito de Pedro González de Mendoza y Mencía de Lemos, y recibió el referido título nobiliario –junto con el marquesado de Cenete– de manos de los Reyes Católicos, llegando a vivir en la «plaza fuerte» jadraqueña.

El aspecto actual del monumento es obra del último tercio del siglo XV, aunque pudieron existir construcciones anteriores. En el lugar existieron asentamientos prehistóricos. Más tarde, durante el periodo andalusí, llegó a constituirse como una plaza defensiva. “Quienes han buceado por las entrañas de la fortaleza han encontrado vestigios de la Edad del Hierro y de la época romana. Además, todos coinciden en que hubo una torre vigía islámica en la cumbre del cerro”, explican desde el Consistorio. Sin embargo, los restos de estas épocas son reducidos.

En cualquier caso, “de la fortaleza de Jadraque se conservan apenas los gruesos muros principales de la construcción del siglo XV”, aseguran los investigadores Julián García, Joaquín Grau y Carlos Martín. Su estructura actual es rectangular, ocupando gran parte de la colina en la que se asienta. Además, este recinto “ha sufrido numerosas reconstrucciones y cuenta con pocos huecos, más allá del acceso principal, situado al sur”. Precisamente, en dicha entrada se distinguen dos torreones semicirculares, que formaban parte de las seis atalayas del mismo tipo –más dos de planta cuadrada– que conformaban el perímetro del complejo.

Una vez dentro del castillo, el visitante disfruta de la grandiosidad del espacio. “En el interior, uno de los patios alojaba el aljibe abovedado, enterrado, de planta circular y del cual se conservaban –hasta hace poco– sólo los muros perimetrales”, indican García, Grau y Martín. Empero, a día de hoy, este recurso se ha restaurado. No obstante, en el lugar también llegó a existir una torre del homenaje, de planta cuadrada, aunque –posteriormente– se le agregó una «proa», dándole su forma definitiva. En la actualidad, apenas quedan vestigios de la misma.

Asimismo, dentro de la fortaleza también hubo un patio central renacentista, cuyo diseño se atribuye a Juan Guas. Este arquitecto fue muy apreciado en la época, siendo responsable –por ejemplo– del palacio del Infantado. “Las obras del claustro se acabaron en 1492”, aseguran desde el Consistorio. Precisamente, esta parte del castillo jadraqueño –el patio central renacentista– ha sido restaurado, gracias a un convenio rubricado entre la Diputación Provincial y el Ayuntamiento de la localidad. Las tareas de reconstrucción ya se han realizo, y han permitido la colocación de los restos de sillería y las columnas originales. Sin olvidar, la instalación de la techumbre. Con estas obras, el interior de la fortaleza ha dejado de ser diáfano.

Empero, la historia de la «fortaleza del Cid» no fue eterna. Tras el fallecimiento de Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, la gloria del lugar comenzó a decaer. Una vez consumado el casamiento de la primogénita del conde con uno de los duques del Infantado, el complejo quedó encuadrado dentro del patrimonio de esta familia y fue quedándose sin uso. Una situación que se profundizó durante la Guerra de Independencia –acaecida a inicios del siglo XIX–, en la que se desarrollaron diferentes escaramuzas en sus alrededores. Años después, el monumento fue comprado por los duques de Osuna, hasta que finalmente fue adquirido por el Consistorio jadraqueño. Desde 1899 es de titularidad municipal, previo pago de 305 pesetas.

Un patrimonio que no cesa
Sin embargo, la riqueza monumental jadraqueña no finaliza en su castillo. Es mucho más extensa. El caminante también podrá visitar otros edificios históricos, como la iglesia parroquial de la localidad, dedicada a San Juan Bautista. “Fue construida por el arquitecto Pedro de Villa Monchalián a finales del siglo XVII, utilizando –para ello– el barroco”, explican fuentes municipales. Eso sí, el santuario “se edificó sobre los restos de un oratorio del siglo XIII de estilo románico”. En este contexto, destacan “sus impresionantes dimensiones, siendo la más grande de todas las iglesias parroquiales de la comarca”. Además, “presenta una orientación Norte–Sur, algo raro, ya que la norma indica que los templos cristianos han de posicionarse Este-Oeste”. Por último, “presenta una planta de cruz latina, siendo la primera iglesia construida en la Diócesis de Sigüenza con este tipo de perímetro”.

En el exterior, destacan la portada y la torre campanario, ambas del siglo XVII. “La portada presenta una rica decoración barroca, aunque algunos investigadores indican que tiene motivos manieristas”, enfatizan desde el Ayuntamiento. Asimismo, esta Iglesia custodia un gran número de piezas artísticas de “un valor extraordinario”. Entre ellas, varias laudas sepulcrales del siglo XVI realizadas en alabastro; o la pila bautismal del XVI. Incluso, se salvaguardan dos cuadros muy destacables. Se trata de un Cristo recogiendo sus vestiduras después de la flagelación, realizado en 1661 por Francisco de Zurbarán; y un Jesucristo con la cruz a cuestas, pintado en 1610 por Juan Bautista Maíno. “Ambos están perfectamente catalogados”.

Además, el caminante también acudir a la «Saleta de Jovellanos», que se se ubica en la planta baja de la antigua casa–palacio de la familia Arias de Saavedra, actualmente conocida como la «Casa de las Monjas». “En ella podemos disfrutar de los frescos realizados por Gaspar Melchor de Jovellanos y Francisco de Goya”, confirman desde el Ayuntamiento. Jovellanos llegó a Jadraque a principios de junio de 1808 gracias a la relación personal que tenía con Juan Arias de Saavedra, alargando su estancia hasta finales de septiembre del mismo año. “Las pinturas de la Saleta representan el momento en el que el referido ilustrado estuvo en prisión, sus vivencias y sus recuerdos de su patria natal –Asturias–, así como la situación socioeconómica y política de la España del momento”, describen los especialistas. Unas composiciones en las que también intervino Goya, quien pasó por la localidad en esta misma época.

En este municipio se pueden visitar –asimismo– cuatro ermitas con varios siglos de historia, además de diversos palacetes y casonas, que harán las delicias del visitante. Por tanto, Jadraque bien merece una visita. Conocer su fortaleza, sus monumentos y la historia que les acompaña es causa más que justificada para acudir a esta villa arriacense. Gracias a ello, se profundizará en el pasado castellano, al tiempo que se asciende al «cerro más perfecto del mundo». Una afirmación que se atribuye al filósofo José Ortega y Gasset a principios del siglo XX, cuando –desde la lontananza– divisó el promontorio sobre el que se asienta la fortaleza jadraqueña.

Bibliografía
GARCÍA, Julián, GRAU, Joaquín, y MARTÍN, Carlos. «La bóveda del aljibe del castillo de Jadraque». En Santiago HUERTA FERNÁNDEZ (Coord.). Actas del Séptimo Congreso Nacional de Historia de la Construcción. Madrid: Instituto Juan de Herrera, 2011.
HERRERA CASADO, Antonio. Guía de campo de los castillos de Guadalajara. Guadalajara: AACHE Ediciones, 2000.