Por las cercanías de Sigüenza (III)

(Continuación)

Exquisito bacalo rebozado de casa Justi en Jadraque
Exquisito bacalo rebozado de casa Justi en Jadraque

Los viajeros, como casi todos los domingos y fiestas de guardar, es decir, como es debido, salen de Guadalajara con dirección a Sigüenza. Son esos viajes amorosos, llenos de imágenes nacidas entre el paisaje que se atraviesa, bajo las nubes, el sol o la lluvia y la nieve que suelen hacer los viajeros que aquí aparecen en escena.

La primera parada, como es de rigor, la hacen en el bar de Justi, en Jadraque, donde en paz y sosiego, dan cuenta de una buena pieza de abadejo rebozado, con una cerveza y algún que otro torreznillo mientras esperan a que el bacalao se haga en su punto, es decir, ni quemado, ni crudo. Después de satisfecha esta necesidad tan primaria como cultural, los viajeros enfilan hacia Sigüenza. Casi siempre prefieren los días lluviosos, un poco oscurecidos antes que los totalmente soleados, densos, donde la luz no se puede diferenciar del paisaje que se recorre, porque parecen haberse fundido en una sola idea plástica.

La lluvia tenue, el cielo grisáceo y, a veces la nieve, invitan a los viajeros a realizar un viaje “menor”, si es que así puede decírsele, dentro de ese otro viaje más amplio. Y es que siempre, o casi siempre, el viaje va acompañado de otros viajes que lo complementan, que hacen que surja el recuerdo de lo pasado y, a veces, que se “recuerde” lo por venir.

Aparte estas disquisiciones, el viajero viejo, cuando se quiere dar cuenta está por tierras de Aragosa, por el monte Cerrillar y un poco más adelante comenzará la entrada al Rebollar, allí donde se las dieron todas en el mismo carrillo al Empecinado don Juan Martín Díez. Este ha sido siempre lugar propicio para guerras y combates. Tierra de nadie o si acaso de la morisma, que fue reconquistada por el obispo don Rodrigo de Agén para contribuir a sufragar algunos gastos, minucias de la construcción catedralicia, una vez repoblada la nueva ciudad con gentes de cualquiera sabe qué parte.

Sigüenza: catedral y Torre del Gallo
Sigüenza: catedral y Torre del Gallo

Sigüenza hoy está, como casi siempre, tan bella y reluciente. Las calles, semivacías invitan a recorrerlas con delectación, dejándose llevar por muchas cosas al mismo tiempo: el viajero le comenta a su acompañante el origen de los agujeros que horadan la piedra rojiza, rodena o pinariega, de la torre del Gallo de la catedral, aquellos balazos imborrables, afortunadamente, a pesar de esa ley incongruente y estúpida, de la Memoria Histórica. Los balazos se extienden, aparecen a cada paso que se dé por Sigüenza. Es posible, según le han contado al viajero viejo, que muchas de las casas destruidas, meros montones de escombros, en las Travesañas, son muy peligrosas a la hora de excavarlas para volver a construir porque es fácil encontrarse con alguna que otra bomba sin estallar.

El caso es que va pasando el tiempo y los viajeros, de nuevo en el calorcillo del coche que los acoge, piensan qué camino tomar en esta ocasión. La resolución no tarda en resolverse: vamos por Barbatona. La carretera es llana y actualmente se encuentra en buen estado. El viejo la recuerda estando hecha una pena, con el macadán sin pegar por el asfalto, barrosa en invierno y ardiente a más no poder durante el verano.

Barbatona
Barbatona

A Barbatona, a escasos kilómetros de Sigüenza, no se tarda mucho en llegar. Los dos viajeros coinciden en haber conocido este barrio o pueblo los dos días en que tiene lugar por todo lo alto la festividad de su Virgen de la Salud, con la celebración de una misa al aire libre y posterior procesión hasta el santuario. Un edificio moderno, bien conservado, de cuyas paredes penden numerosos exvotos, que antiguamente fueron más todavía, pero que la voracidad y la rapiña humana han hecho desaparecer para, tal vez, ponerse a la venta en algún tenderete del Rastro madrileño. A pesar de todo son todavía muchos los que se custodian y forman parte de esa especie de museo de gran interés etnográfico acerca de la religiosidad popular, ahora, precisamente ahora, que todo lo relacionado con el cristianismo está perdiendo tantos puntos en el ranking de las creencias impuestas, aunque todavía no pueda decirse que ese sea el caso de esta tierra, cuya densidad de población es menor a la de Laponia y donde, apenas es posible en estos tiempos que corren ver unas mujerucas vestidas de negro con su pañuelo a la cabeza a la hora de oír misa, si no es en los días benévolos de la primavera.

El caso es que los dos viajeros recorren el espacio de ida y vuelta y hacen algunas fotografías a los edificios que aún quedan y llaman la atención por sus blasones o por los dibujos que los albañiles dejaron grafitados en sus muros. Por cierto, el viajero viejo le enseña al joven los restos de una torre atalaya empotrados, o mejor dicho, reutilizados, en lo que fuera en tiempos pasados otra ermitilla, paralela al santuario, que siempre encuentran cerrada a cal y canto.

Es curioso, le dice el viajero viejo al joven, que siempre que ha necesitado un teléfono público, la persona encargada de atenderlo ha sido lo ha sido por una anciana, generalmente sorda, con lo que la llamada podía eternizarse si es que se llegaba a algo en concreto. De eso ya ha llovido y la compañía Telefónica ha terminado quitando el servicio.

Barbatona conserva una interesante plaza de toros y una fuente y, como se ha dicho, el día de la Virgen se venden estampas y novenarios y en la calle, dulces y cerámicas y chuches para los más pequeños.

Pelegrina
Pelegrina

De nuevo en el camino, los viajeros toman la mano izquierda y se aproximan a otra desviación: también a la izquierda que conduce a Bujarrabal, Cubillas del Pinar y Guijosa y, la de la derecha, que es la que siguen, a Pelegrina, que consiste en una buena bajada hasta el valle. Allí, sobre una especie de cerrete está asentado el pueblo y, en otro cerro algo más empinado, su castillo, al que le quedan dos toses, o los días contados -como quiera decirse- para caer derribado por las fuertes ráfagas del viento otoñal o por las aguas que se congelan y resquebrajan los sillares de sus muros, ahora de mírame y no me toques. Tan es así que el castillo está vallado y prohibida la entrada a sus alrededores.

Callejeando se pueden ver algunos dinteles datados en fechas ilustradas del siglo XVIII, nuevamente los dibujos dejados por los albañiles, infantilmente bellos -el viajero viejo tiene una gran colección que quizá algún día dé a conocer-, el ábside de la iglesia románica en sus inicios y un edificio que rompe totalmente la forma de ser, la idiosincrasia y la estética de este pueblo: el del Centro de Interpretación. Parece que desde hace un tiempo estos Centros tienen mucho interés para los visitantes, puesto que en ellos, debidamente compartimentados, pueden verse diferentes aspectos del valle donde se encuentra ubicado el pueblo: su geología, la orografía, la flora y la fauna, el clima, las producciones y tantas otras cosas más. Las paredes están llenas de carteles con estos aspectos tan variados.

Iglesia de Pelegrina
Iglesia de Pelegrina

El viajero viejo le comenta al joven que qué le parece este edificio y lo que en él se contiene y éste le contesta que muy bien, que es muy interesante. A lo que nuevamente el viejo le comenta que sí, que de acuerdo, pero que ese edificio está fuera de lugar y que no se adapta al espacio urbano rural y que rompe sus esquemas, aunque esté de acuerdo en el interés de todas las explicaciones e instrumentos que en su interior es posible manejar.

Con estas disquisiciones de andar por casa llegan a coger el coche de nuevo, que dejaron mirando hacía la subida, frente a un bar-restaurante, que en algunas ocasiones aparece como cerrado, al que se deciden a entrar y, de momento, matar el hambre, solo de momento, con unos platos de chorizos fritos, unos torreznos y unas birras. En los carteles se pueden leer los diferentes menús que se sirven en la casa así como el precio de cada uno de ellos. El viajero viejo se plantea la posibilidad de dar cuenta de una paletilla de lechazo al horno, que huele mejor que una gota de Chanel del 5, pero al final optan por regresar a Sigüenza o, al menos, esa es la idea que, después, como casi siempre suele acontecer, no se llevará a cabo y terminaremos donde Dios quiera.

El coche ha subido perfectamente el cuestarrón que antes tuvieron que bajar y vuelven de nuevo a dar con la carretera de Barbatona. A la derecha toman la carretera de Estringana, un pueblo bien cuidado, con alguna fuente y jardines con flores que, cuando llegan las fechas primaverales, llenan de agradables aromas la plaza y las calles adyacentes.

Iglesia de Saúca
Iglesia de Saúca

Una pequeña vuelta y a Sauca, donde se conserva, felizmente, una de las iglesias románicas más interesantes de Guadalajara. Una iglesia soportalada que nos recuerda a la de Carabias y cuyos capiteles representan elementos vegetales, excepto uno de ellos en que aparece la figura humana. Se trata del ángel saludando a la Virgen María, anunciándole que dará a luz. Mucha gente se siente atraída por esta forma representativa que suelen confundir quien sabe con qué otras tantas cosas, ¡incluso llegan a hablar de extraterrestres! Y todo porque los nimbos que rodean las cabezas de los personajes son un tanto ingenuos y toscos, aunque, a pesar de todo, contengan una belleza especial, atrayente y a la vez sugerente.

Casa Goyo abre sus puertas al visitante que pide mesa y hace tiempo en la barra tomando un tinto y algo sólido. La mesa está dispuesta al cabo de un rato y concede a los hambrientos viajeros ese placer que no es fácil describir y que los viajeros amenizan hablando mientras comen y comen mientras hablan. El resto de las mesas está repleto de gentes por lo general jolgoriosas.

Se ve que la comida ayuda a reír. En unas cuantas unidas, alguien celebra su aniversario ¿cumpleaños, bodas de diamante? El caso es que la barahúnda de la grey infantil es chillona y, a veces, llega a molestar.

Las demás están ocupadas por parejas jóvenes que hablan y se ríen a carcajadas de algo que los viajeros no alcanzan a oír con claridad, mientras que en esto llega la hora de abonar “la dolorosa” que los viajeros pagan religiosamente.

Goyo que es buen amigo y, desprendido con quien quiere, se sienta con los viajeros, ahora clientes, mientras charla con ese desparpajo que lo caracteriza e invita a los viajeros a café y copa. Uno de ellos se conforma con un par de chupitos mínimos de pacharán mientras que el otro pide una infusión que le rebaje el bandullo de la carne que se ha metido entre pecho y espalda.
Una vez solos, los viajeros hacen cuitas cara a la semana próxima y piensan que no estaría mal subir por la general Madrid-Barcelona hasta Sauca y desde allí reemprender nuevamente la ruta por las cercanías de Sigüenza.

Y es que esa carretera General viene a ser como la línea que separa las tierras seguntinas de las cifontinas, de las que ya hablaremos más adelante.

(Continuará)