Lupe Sino, la mujer de los ojos verdes

Lupe Sino, que pudo ser la mujer de Manolete y, quizá, la viuda de España
Lupe Sino, que pudo ser la mujer de Manolete y, quizá, la viuda de España

Y la del torero, la mujer que aquella tarde debiera de haberse quedado en casa, en la habitación del hotel, a esperarlo, como en tantas otras ocasiones: Aguardando a que sonase el teléfono o que alguien tocase con los nudillos a la puerta para decir aquello de:

-¡Una tarde triunfal!

Como tantas. Que para eso están los toreros. Para triunfar y salir a hombros por la puerta grande de cualquier plaza. Y para que la gente los vitoree por la calle mientras en volandas los llevan de un lado a otro. Hasta las puertas del hotel, o de la pensión o el hostal. Y allí despedirlos cantándoles su pasodoble, si es que lo tienen, y si no, uno cualquiera.

Pero aquella tarde a Lupe no la llamaron para decirle que su Manuel había triunfado en la Maestranza. Que el público, puesto en pie, lo empujaba como otras veces camino de la gloria. No, aquella tarde la llamaron para decirle que Islero…

-No se lo va a usté a creer señorita Lupe, no se lo va usté a creer…

Y aquellos ojos negros que la miraban lo decían todo. Decían que las Vírgenes cordobesas se preparaban para vestirse de luto y que las lágrimas de cristal de sus caras de cera se habían vuelto claras, tan claras como las lágrimas de verdad. O mejor, turbias. Tan turbias como el dolor. Mientras ella, a quien todos tenían por la mujer del torero; a quien habían visto una y otra vez en los retratos de los periódicos y de las revistas de moda; a quien vieron en las salas de cine, aquel día se encontraba tomando las aguas, en Lanjarón. Y su Manuel se moría.

Lupe Sino, junto a Manolete, tras su muerte
Lupe Sino, junto a Manolete, tras su muerte

Llegó de madrugada, poco antes de que lo hiciese el doctor Guinea, al hospital de Linares. A las puertas el silencio de varios cientos de almas aguardaban el milagro, de la Macarena, o de la Fuensanta, o del Anciano de Jaén. Y cuando el coche, con Lupe dentro, se detuvo ante las puertas y la vieron salir, vestida de negro, el silencio se hizo más profundo, y la abrieron paso, entre susurros. Unos susurros que la acompañaron hasta las mismas puertas de la habitación en la que a Manuel, después de tantas trasfusiones de sangre como le hicieron, se le iba la vista, y allí, después de las tres o cuatro horas de viaje pensando en él, como un muñeco roto, cayó desvanecida cuando don Álvaro, o don Manuel, o Gitanillo de Triana, le dijeron algo así como:

-Los doctores han dicho que no pase nadie…

Y, sí, eran pasadas las cinco. El reloj las marcaba: las cinco pasadas. Y poco antes sonaron las campanadas de las cinco…. De la madrugada. Cuando, en lugar de sonar los clarines, comenzaban a cantar los gallos del alba. Entonces fue cuando el torero cerró los ojos para siempre. Y Gitanillo de Triana se hincó de rodillas.

Cuando entró Lupe, después de que expiró y que el Sr. Camará salió al pasillo y dijo lo de:

-Señores, el torero ha muerto, recen ustedes por él.

Lupe se echó sobre sobre la cama, a besarlo en las mejillas; en la frente, esperando que Manolo, su Manuel, reaccionase. Pero no. Ya no era del mundo.

Después salió, como una Dolorosa. Eran las diez de la mañana, cuando como si de una procesión del martes santo sevillano se tratase, la de vehículos, con el torero muerto, se puso en movimiento camino de Córdoba, lejana y sola. Y, como si del Cristo de los Gitanos al paso por La Campana se tratase, al pasar por los pueblos se detenía la vida, y las gentes salían a la calle, a la carretera, a despedir al torero y llorar, como Lupe, para los adentros. Por la Villa del Río, Montoro, El Carpio… Así, hasta Córdoba, lejana y sola.

Hasta la entrada por la torre de la Malmuerza, donde comenzó a caer una lluvia inesperada. Una lluvia de pétalos de flores.

Después, en la casa del muerto, cuando a las cinco de la tarde llegó doña Angustias, que hasta la víspera se encontraba en San Sebastián, tomando las aguas, todos los ojos se fueron hacía ella. Lupe no estaba allí. A Lupe la aconsejaron no viajar a Córdoba, para que no la mirasen mal. Para que no se encontrase con los ojos de doña Angustias cuando doña Angustias llegase y la dijese algo así como: ¡Por tu culpa! Como si ella hubiese tenido culpa de algo. O sí que la tenía: de haber conocido al torero en uno de esos bares de buena fama, porque a él acudía todo el famoseo del Madrid de la postguerra; o de mala, porque a él acudían todas las mujeres que buscaban fama al lado del famoseo de la postyguerra.

La Famosa Luz María, con Lupe Sino como protagonista
La Famosa Luz María, con Lupe Sino como protagonista

Que había llovido desde aquella primavera de 1943, cuando ella acaba de estrenar su “Testamento del Virrey” y Pastorea Imperio la tomó del brazo y le presentó al torero de la cara seria, hasta aquella madrugada del último día de agosto de 1947. Y el torero Dominguín, mientras el torero Manolete viajaba por última vez a Córdoba, llevaba a Lupe, gimoteando a Madrid.

En medio, las idas y venidas, del hotel Victoria de la plaza del Santa Ana -la casa del torero-, al pisito de Hilarión Eslava 28, la casa de Lupe.

Atrás los papeles secundarios en media docena de películas; y los papeles casi principales en “La Famosa Luz María”, “El testamento del Virrey” o “El marqués de Salamanca”.

Podía haber sido, a partir de entonces, de la muerte de Manolete, la viuda del torero. Pero, aunque todos conocían que lo era para los ojos del mundo, mientras el torero vivía, todos conocían, de la misma manera, que no habían recibido la bendición del Señor; ni habían firmado documento alguno y por ello nunca fue la mujer del torero. Que vivían, sí, pero en pecado. Pecado mortal. Y no existe en el mundo mayor pecado que ese.

Lupe Sino en la película El Marqués de Salamanca, de Edgar Neville
Lupe Sino en la película El Marqués de Salamanca, de Edgar Neville

Que pudo romperse aquella misma madrugada, en la habitación del hospital de Linares donde agonizó Manolete, si ella lo hubiese querido, o hubiese podido. Y se hubiese convertido, a los ojos del mundo, en la viuda del torero más famoso y más rico de España. Una sola palabra suya hubiese bastado, porque la fecha para la boda, la de verdad, estaba fijada para el 18 de aquel noviembre, sin que ni doña Angustias ni el señor Camará, ni nadie más que ellos, pudieran meterse por medio. Pero no quiso, o no pudo, perturbar el último hálito de la vida del hombre al que amó.

Bueno, también hay quien dice que no la dejaron pasar a la habitación. Por si aquello sucedía. Que Camará, ¡ay Camará…! Y don Alvaro Domecq, y…

Su mirada de mujer pecadora salió en alguna que otra revista. Y se contaron algunos que otros chismes e intimidades que a nadie importaban, salvo a ella. Y por aquellas cosas del pecado mortal comenzaron a cerrarse puertas, como si ella, Lupe, Antoñita, la mujer fatal, hubiera sido la responsable de la muerte del torero. La responsable de que las Vírgenes de Córdoba se vistiesen de luto. Y a ella la ponían encima de la mesa cheques en blanco, para que contase lo que se podía, y lo que no se podía contar, de la vida del torero. Y ella, que pudo vivir de contar historias, verdaderas o inventadas, guardó silencio y rechazó los billetes. Porque por encima del dinero había otras muchas cosas. Quizás el amor, tal vez el honor de una mujer valiente.

Y la vida, que es como esa rueda que gira y no para, la mandó lejos de España. A llorar sus penas, a Lima, en el Perú, primero. Desde allí, a México, la tierra prometida. A la llamada de su hermana Lucía. Y sus datos, en la ficha del pasaporte que solicitó en la embajada de México en Lima: de estatura, 1,55; complexión: fuerte; color: blanco; pelo: negro; cejas: delgadas; ojos: verdes; nariz: recta; año en que nació: 1915; estado civil: soltera…

Lupe Sino, en El Testamento del Virrey
Lupe Sino, en El Testamento del Virrey

¡Qué cosas! En México le ofrecieron un pequeño papel en una película que podía ser… su película. Una película con un título, y un subtítulo, prometedor: “La dama y el torero, un corazón en el ruedo”. Un éxito en aquellas tierras, con actores y actrices de aquellas tierras, y ella, que fue la verdadera dama del torero.

Lupe Sino, Antonia Bronchalo Lopesino, hasta entonces, hasta que conoció a Manolete, había llevado una vida algo alborotada. Alborotada porque había tratado, por todos los medios, de salir adelante. Desde que nació. Había tratado de ser algo en el mundo. De dejar su nombre inscrito en los papeles, en la prensa, en los libros, por algo excepcional. Le gustó lo de ser actriz, y después que pasaron aquellos días turbios de República y Guerra, cuando se puso en Madrid, con la juventud, la hermosura, la vida por delante de sus veinticinco años cumplidos, viendo en los cartelones de un Madrid que despierta a la miseria de una guerra las grandes actrices de aquel Hollywood, soñó ser como ellas. Soñó que algún día su nombre, bajo su cara pintada en colores saltones, iluminase la fachada de cualquier teatro, o cualquier cine, de la Gran Vía.

Cuentan que la conocieron por los cafés de moda, al lado de escritores, actores y toreros. Y apareció en los carteles del cine, al lado de aquellos actores y actrices que llenaban las salas de después de una guerra; al lado de Manolo Morán, y de Mercedes Vecino, y Manolo Luna, y Pepe Isbert, y Milagros Leal… hasta que conoció a Manolete, y por su hombre lo dejó todo; por Manolete dejó el teatro, el cine y el mundo.

Y… tras la muerte del torero, poco más se supo, porque prometió silencio, y guardó silencio. Bueno, que dos años después de la muerte del torero se casó con un abogado de renombre en Ciudad de México. Y que allí volvió a las pantallas del cine, y después, un día, se presentó en Madrid, como una gran señora a la que nadie conoció. Una gran señora que podía pasar por una gran actriz, de aquellas que llegaban de Hollywood y se hospedaban en el Palace, o el Ritz, y se paseaban del brazo de toreros de éxito y moda por la Gran Vía de Madrid.

Lupe Sino (Izq), con la familia de su segundo marido, tras ella
Lupe Sino (Izq), con la familia de su segundo marido, tras ella

Para entonces Lupe llevaba una vida discreta, y continuó guardando silencio. El silencio que acompaña la viudez de la mujer del torero; hasta que llegó su hora, la del 13 de septiembre de 1959 y, como en un vuelo, desapareció. Se había divorciado del abogado mexicano que se llamó José Rodríguez Aguado, El Chípiro, en el mundo inmobiliario en el que se movía; y llevaba una vida discreta en un barrio y una calle acomodada de Madrid, el paseo del Pintor Rosales. Desde sus ventanas se asomaba a la madrileña Casa de Campo.

La prensa que dio la noticia pasó por alto que fue una actriz de mediano éxito, que se buscó la vida como el mundo la dio a entender. La prensa del momento se limitó a consignar en cuatro líneas lo sucedido. Su muerte, trágica, como la del torero que le dio la fama: “La en otros tiempos conocida actriz Lupe Sino –Antonia Bronchalo en su vida privada-, novia que fue del inolvidable lidiador Manuel Rodríguez “Manolete”, ha fallecido en Madrid a los treinta y nueve años de edad, a consecuencia de un derrame cerebral”.

Olvidaron decir que fue una mujer valiente que vivió la vida con valentía, y como la pudo vivir, en unos tiempos, de República, Guerra y Postguerra, en lo que lo que más importaba era eso, vivir.

Antonia Bronchalo Lopesino, actriz, nació en Sayatón (Guadalajara), el 6 de marzo de 1915. Falleció en Madrid, el 14 de septiembre de 1959.

NB. Fuentelencina ha recordado recientemente tanto la figura del torero como la de Lupe Sino con la creación de una ruta de senderismo a la que ha denominado “Las Pozas de Manolete”, por las largas temporadas que ambos pasaron en la villa alcarreña.