Pepe Esteban y el Madrid de Max Estrella: de la bohemia a la ‘golfemia’

El itinerario que siguió en sus últimas horas el protagonista de ‘Luces de bohemia’ se ha convertido en un referente cultural de la ciudad

Las callejas alrededor de la Puerta del Sol recrean el ambiente noble y ‘canalla’ que Valle-Inclán elevó a categoría literaria en el esperpento

El seguntino José Esteban recopila en ‘Diccionario de la bohemia’ la huella que dejaron “los proletarios del arte que quisieron cambiar la vida”

Este artículo se publicó en el número de primavera de 2018 de la revista LEER.

Sostuvo Hemingway, tal vez tras una noche de vodka y caviar en el desaparecido Hotel Florida de Callao, mientras caían los obuses de los facciosos, que “Madrid rebosa literatura, poesía y música por sus cuatro costados, tanto, que ella misma es un personaje literario”. Desde Lope hasta Use Lahoz, desde Calderón hasta Muñoz Molina, la literatura española está repleta de páginas cuyas historias discurren por las cien veres de la capital de España. Pero en pocos libros la esencia de sus callejas, de sus corralas o de sus cochambrosas tabernas se funde de modo tan natural como en el ecosistema de hampones y artistas que anida en ‘Luces de bohemia’.

Ramón María del Valle-Inclán (Villanueva de Arosa, 28 de octubre de 1866-Santiago de Compostela, 5 de enero de 1936) fue el inspirador del esperpento. Poeta, novelista, dramaturgo, articulista. El periodista de las cartas galicianas. El dandi del café Moderno de Pontevedra. El funcionario del Estado que se instala en el Madrid noventayochista. El coleccionista de tertulias, entre otras, las de Fornos y la Granja El Henar. El modernista de la barba larga. El polemista al que hubo que amputar un brazo tras una pelea en el Café Nuevo de la Montaña con el periodista Manuel Bueno por un quítame allá esos duelos. El amigo de Rubén Darío. El enemigo de Baroja y Unamuno. El agricultor frustrado en su pazo gallego. El opositor a Primo de Rivera y el candidato lerrouxista en la Segunda República. El joven carlista y el veterano afín a los soviéticos. El presidente del Ateneo de Madrid que sucedió a Azaña. La fiera literaria que tuvo el honor de no ser académico. El revolucionario que fundó su propia tertulia en la sala de La Cacharrería. El bohemio que desgastó las travesañas de Madrid. El anacoreta de chambergo ancho y gafas de carey. El marqués de Bradomín de los botines blancos de piqué, tal como reza la hagiografía que Umbral dedicó al autor de las Sonatas.

“En la vida nada se pierde, y el haber sufrido hambre y sed de justicia es siempre de provechosa enseñanza para aquellos hombres singulares, propuestos por el Destino para la gobernación de los Estados”. Esto es lo que escribió Valle en su último artículo, publicado en el periódico Ahora el 2 de octubre de 1935. Abordaba entonces la rebelión en Barcelona y sus palabras tenían como destinatario al propio Manuel Azaña, el mismo que cuatro años antes le había habilitado un cargo, el de Conservador General del Patrimonio Artístico Nacional, para que pudiera subsistir dignamente. Valle duró sólo cinco meses en este puesto. Y fue precisamente su carácter refractario a los puestos de relumbrón lo que alimentó su voracidad literaria, que mantuvo hasta el final de sus días.

La primera versión de Luces de bohemia se publicó en la revista España en 1920, aunque la versión definitiva apareció en la madrileña editorial Renacimiento cuatro años después, ampliada con tres escenas nuevas (la segunda, la sexta y la undécima). Es el título que da inicio al género del esperpento. Valle lo explicó: “consiste en buscar el lado cómico en lo trágico de la vida”. Pedro salinas, quien definió a Valle como “el hijo pródigo del 98”, consideró que el principio activo de la estética esperpéntica ya estaba “formulada literariamente, y en verso en La pipa de kif, salida en 1919”. En ¡Aleluya!, el segundo poema de este libro, pergeñó:

“Por la divina primavera
Me ha venido la ventolera
De hacer versos funambulescos
-Un purista diría grotescos-.
Para las gentes respetables
Son cabriolas espantables”

En 1920 Valle publicó también la farsa de La enamorada del rey y la tragicomedia Divinas palabras, además de Farsa y licencia de la reina castiza. Sin embargo, es con Luces de bohemia con la que arranca el esperpento, un invento artístico-literario que en la Escena Undécima se atribuye a Goya. En esta misma escena, Max Estrella le dice a Don Latino: “¡Don Latino de Hispalis, grotesco personaje, te inmortalizaré en una novela!”. Éste le pregunta si será una tragedia, a lo que Max responde: “La tragedia nuestra no es tragedia”. Y ahí dilucida lo que será: “El Esperpento”. Y Don Latino concede advirtiéndole: “No tuerzas la boca, Max”.

El esperpento se sustenta en la deformación sistémica de la realidad, pero está directamente imbricado en la hora grave que vivía España a finales del siglo XIX y, sobre todo, a principios del XX. Es un género que no se entiende sin la tragedia nacional que representó la pérdida de las últimas colonias y el colapso de un país atrasado, arruinado, desvencijado por la ausencia de grandeza y heroicidades. Sin caer en el exceso, se apoya en el espejo cóncavo para ver mejor lo grotesco, tal como ocurre en la trilogía de esperpentos de ‘Martes de carnaval’, donde traza un despiadado retrato del pútrido estamento militar. No busca sólo la risa burlesca, sino la sátira contra ‘los de arriba’.

A juicio de Ricardo Doménech, “Max Estrella, el único ciego entre personajes videntes, es también el único que ‘ve’ en profundidad. Conciencia lúcida, comparte el dolor de los débiles, de las víctimas, y se indigna contra las injusticias y los atropellos del poder”. Sus protagonistas son antihéroes que reproducen la imagen grotesca de lo grotesco. Max, poeta y bohemio, no abandona nunca su condición. En el fondo de todo ello subyace la intención de Valle de reactivar el discurso de sus compañeros de la generación del 98. De ahí que ponga en boca de Max, en la Escena Duodécima, una sentencia que ha derivado en arquetipo de nuestros complejos y desgracias: “España es una deformación grotesca de la civilización europea”. Cabe preguntarse si existe alguna generación de españoles que no haya formulado la misma reflexión.

Valle esperpentiza el sentimiento trágico de la vida unamuniano. No es una ocurrencia sino el resultado de un doble compromiso histórico y estético con la realidad social del país. “¡El problema de España! ¡Qué cansancio! ¡Qué fastidio!”, exclamó Jorge Guillén. La virtud del esperpento valleinclanesco es que dibuja la preocupación nacional adosándola al terreno y la localización de Madrid a través del juego de espacios reales e imaginarios, que no siempre coinciden. La propia casa de Max Estrella la sitúa en Bastardillos, una vía que no figuró en el callejero de la capital. Tampoco nunca existió el café Colón.

Son muchos los estudiosos que se han acercado a la obra de Valle, pero si alguien conoce bien el ambiente de la bohemia madrileña, y también la trayectoria del autor gallego, es el editor, escritor y librero José Esteban (Sigüenza, 1937). Expulsado del PCE de Carrillo, pero también del Seminario seguntino. Una mente libérrima y divertida que sigue respirando por la zurda. Su labor al frente de la editorial Turner resultó determinante en las postrimerías del franquismo y en los años de la Transición. Y, desde entonces, ha cuajado una obra mucho más prolífica de lo que delata el perfil bohemio y errante que él mismo se ha encargado de curtir en las barras de los bares. “Luces de bohemia –asegura a LEER- es un homenaje a Alejandro Sawa en el que Valle se defiende a sí mismo y también para responder a Baroja. También es un homenaje a la bohemia y a los perdedores. Él mismo era un perdedor en esa época. Ni era de derechas ni ganaba dinero. Valle estaba harto de que nadie le hiciera caso. Tenía mucho prestigio pero no vendía libros. Por eso decide defender a los proletarios y los anarquistas. Luces de bohemia es uno de los ataques más lúcidos contra la España reaccionaria”.

Pepe Esteban es una enciclopedia andante de la literatura española que acaba de publicar Diccionario de la bohemia (Editorial Renacimiento), un completo compendio desde Bécquer a Max Estrella, que abarca el periodo entre 1854 y 1920, en el que rastrea “esa tribu de melenudos, de hampones, de hambrientos de vida y esperanza, navegantes de la Puerta del Sol, proletarios del arte que quisieron cambiar la vida, y fueron conscientes de su condición de artistas abandonados a su suerte”.

Tretas, picardías, tugurios. Y sablazos. Una cuadrilla lampando éxitos e ideales. Esteban distingue entre la bohemia y la golfemia, que es la degradación del ideal bohemio, es decir, la bohemia vista a través de los espejos deformantes del callejón del Gato. Esteban reivindica a los escritores que comprendieron la bohemia, como Gómez de la Serna, Manuel Machado o Cansinos Assens. Y aclara: “ser bohemio no es ser pobre ni borracho, sino un movimiento antiburgués que aspira a cambiar la vida y el arte. El bohemio auténtico no es un resentido, tenía principios y odiaba a las instituciones. La golfemia es la bohemia que ha caído en la pobreza, el alcohol y el sablazo. La bohemia de París fue más importante que la de Madrid, pero no dejó una obra como ‘Luces de bohemia’, que es la cumbre europea de este género”.

Carrere definió la bohemia como “esa forma espiritual de aristocracia, de protesta contra la ramplonería estatuida”. Baroja la despreció como “un mito ridículo” de gente que vive “alegre y desordenadamente” y Clarín les tachó de “melenudos”. Pero lo cierto es que el género exigió, de la mano de Zamora Vicente, una revisión de la historia de la literaria española. Su influjo es prolongado. De hecho, toda la generación del 98 fue bohemia en sus orígenes, tal como reflejó Max Aub en sus Nuevos diarios inéditos. Todos buscaron en la capital su triunfo o su tumba. Incluido Valle.

Según Esteban, “muerto Sawa, Valle-Inclán se convierte en jefe del movimiento, en el símbolo que los bohemios admiran y el espejo en el que quieren verse. Era el símbolo de la bohemia heroica, de esa bohemia que Bark llamó, con fortuna, santa bohemia”. Valle practicó el arte de los iconoclastas durante toda su vida. Lo hizo de forma particular –no fue un bohemio “a la manera desgarrada, maloliente y alcohólica de su tiempo”, según Antonio Machado- y mantuvo con sus correligionarios, nocturnos y dipsómanos, unas relaciones de amistad. ‘Luces de bohemia’ es la constatación de que, frente al desprecio de las élites, Valle encuentra en el hampa la cordialidad que destilan los proletarios intelectuales. Los mismos con los que tiene en común, tal como subraya Pepe Esteban en Valle-Inclán y la bohemia (Renacimiento, 2014), “su desprecio por el dinero, su entrega al ideal, a su obra, por encima de toda cosa; el sentimiento de fragilidad, que ocultaba con su prodigioso verbalismo; la inseguridad ante la vida”.

Valle admiró a Zorrilla, otro bohemio. Adoptó un atuendo anticonvencional, de inspiración parnasiana y francesa. Y antepuso el arte a cualquier incomodidad material. “¡Cortar, mutilar, sólo para que el libro tenga el tamaño que a usted le dé la gana! ¡No! ¡No! ¡Y hemos terminado, señor mío!”, le espetó a un editor que le ofreció una sustanciosa suma si permitía que se adaptasen cuatro de sus textos publicados. También prescindió de la pedantería, persiguió cafés, subordinó el instinto genial a la disciplina técnica. Enjaretaba historias con una frescura e imaginación desbordantes. “No era antipático –matiza Esteban-, lo que pasa es que odiaba a los imbéciles. Cuando Unamuno insulta a Rubén Darío diciéndole que aún se le veía la pluma de indio, al cabo de un tiempo, Valle se lo reprochó a la cara. Le dijo a Unamuno: usted tiene todos los vicios del alma, es soberbio y avaro, y por eso se va a condenar. En cambio, Rubén Darío tiene los pecados del cuerpo, es borracho y mujeriego, pero esos pecados pasan… Esta anécdota demuestra su categoría humana”.

“Ir a Madrid, vivir en Madrid –advierte Sawa-; no ser un oscuro provinciano embrutecido en la tarea de poner en circulación los chismes de la localidad; pertenecer a la redacción de un periódico de esos cuyas afirmaciones y doctrinas constituyen capítulo de fe para los que las leen a veinte kilómetros de distancia; formar parte también de los Ateneos y Academias que ilustran en todas las cuestiones la opinión de España…”

Ahora a Madrid siguen arribando provincianos de toda ralea. Pero ya no hay talabarteros, ni alpargateros, ni mieleros, ni casi periódicos con capacidad para influir a más de veinte kilómetros. Quedan, eso sí, las meretrices de la calle Montera, aunque el inteligente carnaval valleinclanesco ha sido sustituido por hordas de turistas que engullen bocatas de calamares, mientras contemplan las insípidas y erráticas placas instaladas por el Círculo de Bellas Artes para evocar la huella de Max, entre morapio y morapio.

El itinerario trazado por el periodista y dramaturgo Ignacio Amestoy para el Círculo es una mezcla de pasaje literario y ruta turística por el Madrid canalla y castizo, acaso también estereotipado. Es preferible hacerlo de noche porque, tal como consignó el propio Valle en un artículo publicado en El Universal de México en junio de 1892, “esta es la hora de las juergas y las curdas; la hora en que dejan sus perfumados escondrijos las ‘señoras de la casa llana’ que ‘hacen la carrera’ en la calle de Alcalá; la hora en que los bohemios, semejantes aves nocturnas, bajan de sus guardillas, ateridos de frío, las manos hundidas en los desgarrados bolsillo del pantalón y embozados en su vieja capa, cuando no a cuerpo gentil; metidos en una levitilla lustrosa y bisunta, abrochada hasta debajo de la barba”.

Quizá el paseante ya no se tope con aquellas figuras pálidas y desaliñadas cuyo daguerrotipo delineó el autor de Tirano Banderas. A cambio, aún hallará el desgaire de los rincones que convierten a Madrid en ese puro desorden cartesiano del que hablaba Dámaso Alonso. Un Madrid algo más frío, metálico, casi de postal, a muchas leguas del poblachón manchego, en el decir de Azorín, que en los albores del siglo XX tenía sus confines en la zona oeste. Es decir, en lo que serían las calles Princesa y Alberto Aguilera, rayanas con la Moncloa y el Parque del Oeste.

En la introducción de Luces de bohemia de la edición de Cátedra, en la colección Letras Hispánicas, Francisco Caudet asegura que “con la geografía, o espacio de Luces de bohemia hacía Valle lo mismo que con los personajes o situaciones que tomó de sus amigos y conocidos –Alejandro Sawa, Burell, Gregorio Pueyo, Mateo Morral…-, o de los libros y periódicos, o de los contertulios con los que solía pasar largas horas en el café, o de las noticias –un niño asesinado, Semana Trágica, huelgas de los años 1917-1920, ley de fugas, fondos de reptiles-, o de lecturas –poemas de Espronceda, de Rubén Darío…-. Lo engullía todo y lo transformaba todo, lo convertía todo en una argamasa de palabras suyas, de situaciones y personajes suyos”.

Valle divide la obra en escenas, no en actos; y selecciona concienzudamente los lugares que acopla a la realidad o a la ficción para compaginar el realismo con la estructura narrativa. Construye su Madrid sobre el Madrid real, al que dota de una simbología y una fantasía portentosas. Según Caudet, todo cuanto ocurre en la última noche de Max Estrella “es símbolo de un fracaso”, por un lado; y, por otro, “el recorrido de esa noche de la casa de Max a la calle y de la calle a la casa es, metafórico-simbólicamente, lineal, rectilíneo, porque hay una relación directa entre causa y efecto”. Según Pedro Salinas, “en el diálogo de Max y Don Latino, que se transcribió en lo esencial, la nueva visión y la nueva técnica esperpénticas se nos daban unidos al sentido trágico de la vida española, la vida miserable de España, la consideración de España como una caricatura de la civilización europea”.

El viacrucis por las calles de Madrid que recorrió Max Estrella, protagonista de Luces de bohemia, arranca en la calle Mayor, frente a Casa Ciriaco, un icono de las viejas tascas de la capital, aunque no existe ningún anclaje en la obra que lo justifique. En todo caso, se non è vero, è ben trovato porque cabe recordar que es en la escena VI de Luces de bohemia en la que tiene lugar el diálogo entre Max y el anarquista catalán, cuyo nombre también es Mateo, entendemos que como homenaje a Mateo Morral. El anarquista de Sabadell fue quien arrojó la bomba contra Alfonso XIII y Victoria Eugenia el 31 de mayo de 1906 -día de su boda- desde el tercer piso del edificio en el que los camareros de Ciriaco siguen despachando gallina en pepitoria y la casquería propia de estos andurriales.

El periplo prosigue en el número 3 de Santa Clara, delante del domicilio donde vivió y murió Mariano José de Larra; y en la plaza de San Miguel, junto a la casona en la que moró Calderón de la Barca, del que este año se cumple el cuarto centenario de su nacimiento, que tuvo lugar el 9 de abril de 1618. La plaza de San Ginés es el siguiente escenario, al ladito de la iglesia del patrón de los comediantes y donde Valle ubica la Buñolería Modernista, es decir, la Chocolatería San Ginés. Continúa en la Puerta del Sol, el antiguo Ministerio de Gobernación -en cuyos calabozos dio con sus huesos Max- y la taberna de Picalagartos, en la esquina de Sol con Montera.

Antes de concluir en la plaza de Santa Ana y la calle del Prado, donde aún reside el Ateneo de Madrid –Valle llegó a presidir la Docta Casa en 1931-, el callejón del Gato eclosiona como el centro del humor esperpéntico y el arte de la caricatura que cultivó Don Ramón, y también como núcleo de la desventura, la desesperación y la locura de Max Estrella. Enclavado en pleno barrio de las Letras, el callejón del Gato es una vía corta y estrecha flanqueada por bares y restaurantes que hacen el agosto con los guiris. Los espejos cóncavos y convexos siguen dentro del bar Las Bravas, el antro al que le ha tocado en suerte custodiar los pilares de la cuna del esperpento. Afuera, uno puede recrearse en sus reproducciones amputadas, puesto que los originales permiten verse de cuerpo entero.

Ramón Gómez de la Serna, hace medio siglo, anotó que “en el callejón del Gato hubo hasta hace poco, calzados en la pared y del tamaño del transeúnte de estatura regular, dos espejos, uno cóncavo y otro convexo que deformaban en don Quijote y Sancho a todo el que se miraba en ellos”. El lingüista y académico Alonso Zamora Vicente añadió: “Todos los madrileños que ya no somos muy jóvenes hemos ido a mirarnos alguna vez a los espejos de la Calle del Gato, alboroto infantil permanente, atracción de paseos ciegos y sin rumbo por la ciudad”. En cualquier caso, no sólo sirven para reír, sino para burlarse de los retruécanos que Valle elevó a categoría literaria.

Se ha considerado a Max el alter ego del escritor Alejandro Sawa, que murió en 1909 ciego y en condiciones paupérrimas. Emilio Carrere, en un artículo aparecido en la revista España el 24 de julio de 1915, sostiene que “el emperador de la bohemia, el bohemio por inquietud, con aristocracia espiritual, fue el magnífico artista, muerto en la más amarga pobreza, que se llamó Alejandro Sawa”. Y Esteban considera a Luces de bohemia “el más grande epitafio literario que cabía esperar sobre uno de sus componentes, Alejandro Sawa, que estaba influenciado por Verlaine”. Caudet apostilla: “Si Sawa hubiera estado vivo cuando Valle publicó ‘Luces de bohemia’ podía haberse sentido falsificado y hasta ofendido. Porque en la copia aparecía muy deformado-transfigurado, y porque esa copia le iba a perseguir para siempre, y hasta iba a borrar el que en realidad fue”. A juicio de Caudet, Valle se sirvió de Sawa para proporcionarle una vida de ficción que se hallaba situada en un contexto social, político, económico y cultural, y que acaba convertida en “una amalgama-constructo-espejo en el que se podía, desde él, mirar-comprender mejor el pasado y sus rémoras, las hipotecas que el pasado había dejado en el tiempo presente, el tiempo en que Valle había escrito Luces de bohemia.

El escritor gallego puede considerarse una de las figuras icónicas del expresionismo, un movimiento transversal aglutinado alrededor del modernismo internacional y que pivota alrededor de la deformación sistemática de la realidad. Si, como decía el propio Salinas, se puede definir el esperpento como un desesperado modo literario de sentir lo español del presente, y habida cuenta del desangre actual de un país ajado en sus costuras, cabe concluir la vigencia de este género perenne. ¡Adiós a la bohemia!, exclamó Maeztu. Pepe Esteban considera que la bohemia es eterna “porque siempre habrá escritores de provincias que quieren triunfar”. Aún quedan recovecos en el Madrid antañón en el que los bohemios persiguen la gloria, el hambre y la desazón.

* Este artículo se publicó en el número de primavera de 2018 de la revista LEER