Pregón del X Día de la Sierra

El pasado 21 de octubre, la Asociación Serranía de Guadalajara me invitó a pronunciar el pregón del X Día de la Sierra, una edición muy especial de una fiesta ya consolidada. Fue una jornada alegre y emocionante de reencuentro con las raíces serranas. Copio aquí el texto íntegro del pregón, que está concebido como una reafirmación del papel de la Asociación Serranía y un canto a nuestra comarca hermosa, heterogénea y desvertebrada.

PREGÓN X DÍA DE LA SIERRA
La Toba (Guadalajara), 21 de octubre de 2017

Señor alcalde de La Toba. Queridos compañeros de la Asociación Serranía. Distinguidas autoridades. Queridos amigos de la Sierra. Buenos días a todos.

Para mí, estar hoy aquí pregonando el Día de la Sierra supone una vuelta a casa. Decía Juan Luis Vives que la memoria se acrecienta usando y aprovechándose de ella.

Esta mañana me permite hacer memoria de los buenos ratos que pasamos unos cuantos lunáticos y apasionados de esta tierra cuando pusimos en marcha la Asociación Serranía de Guadalajara.

La idea cuajó en varias reuniones y comidas de hermandad. Todos los que formamos parte del núcleo de diez o doce amigos que fundamos esta asociación procedíamos de lo que yo llamo el “activismo serrano”, esto es, todos éramos personas vinculadas a la cultura de la Sierra. Bien a través de su actividad particular o de su trabajo, como es el caso de mi querido José Antonio Alonso, o bien por su contribución a la hora de dinamizar asociaciones locales y la actividad cultural en nuestros respectivos pueblos de origen, como es el caso de Fidel, en Villares de Jadraque; de Pepi, en Condemios de Arriba; de José Mari, en Valverde; de José Miguel y Pilar, en Las Minas; y de mis amigos Víctor y Rosi, y del mío propio, en Galve de Sorbe; y de muchas otras personas que han pasado por la Asociación a lo largo de la última década.

Si en aquel almuerzo de 2007 en El Albero de Guadalajara, que es donde fermentó definitivamente la locura de ahormar una asociación que abarcara toda la Serranía, nos hubieran dicho que íbamos a llegar hasta aquí, probablemente no nos lo hubiéramos creído.

Porque no es fácil. No es fácil mantener durante tanto tiempo el ánimo y la disposición para robarle espacio a tu tiempo libre y sacrificarse en aras de un interés colectivo. No todo el mundo resiste. Así que el solo hecho de llegar hasta aquí, compañeros, hace que todo haya merecido la pena.

Y ha merecido la pena no sólo por lo que supone de confraternización alrededor de un nutrido grupo de serranos ligados por su amor a sus raíces, sino por la contribución al cultivo de la identidad cultura serrana.

La Asociación Serranía fue concebida para potenciar la cultura, el medio ambiente y las señas de identidad de una comarca extensa y heterogénea. Y, a estas alturas, podemos decir sin caer en la autocomplacencia pero tampoco en la resignación, que estos fines se han logrado con creces.

Es cierto que antes de la Asociación Serranía habían existido experiencias, también en el ámbito de las entidades sociales, que intentaron impulsar un movimiento asociativo en esta comarca. Y recuerdo especialmente aquella iniciativa de ‘Aguzón’ (agrupación de asociaciones de la zona norte) que encabezó nuestro querido amigo e incombustible de las tradiciones de Guadalajara Paco Lozano Gamo.

Sin embargo, nunca antes una entidad había fomentado con tanta perseverancia los rasgos que hacen de la Sierra de Guadalajara una comarca singular. La Asociación Serranía cubrió un hueco que estaba vacante. Y lo hizo sin grandes pretensiones, pero con mucho esfuerzo. Sin ningún tipo de vocación política y mucho menos partidista, sino de abanderar la cultura, la arquitectura, el patrimonio, el vocabulario, las tradiciones, la gastronomía y los paisajes que nos circundan.

Hace diez años todo era nuevo. Y difícil. Y complicado. Porque poner en marcha una maquinaria así, aunque sea a escala local, siempre es complejo. Los frutos, al cabo del tiempo, son elocuentes.

Hemos llevado el Día de la Sierra a todos los confines de esta comarca desvertebrada: Hiendelaencina, Galve, Arbancón, Majaelayo, Jadraque, Zarzuela de Jadraque, El Cardoso de la Sierra, Pálmaces de Jadraque, Campillo de Ranas y hoy en La Toba.

Hemos consolidado la Ruta de la Jara y el Ciclo de Primavera como una cita imprescindible de esta época del año en Guadalajara.

Hemos abordado debates incómodos como la despoblación, la carencia de servicios públicos, la gestión forestal, la presencia del lobo, la creación del Parque Natural de la Sierra Norte, el futuro de la ganadería o el aprovechamiento del agua.

Hemos organizado conferencias y mesas redondas con especialistas de primer nivel. Hemos fomentado la fotografía de nuestro entorno más cercano. Hemos articulado una actividad permanente para acercar la cultura serrana a los jóvenes y menores. Hemos apostado siempre por el respaldo a nuestros mayores, a nuestros abuelos serranos, a los que premiamos, reconocemos y admiramos cada año durante el Día de la Sierra.

Hemos editado un periódico, una página web y varias publicaciones especializadas, por ejemplo, sobre los juegos populares o el vocabulario autóctono.

Hemos elaborado una Lista Roja del Patrimonio Arquitectónico de la Sierra, supervisada por el malogrado Pepe García de Paz, gran amigo, extraordinaria persona e intelectual.

Hemos procurado, en definitiva, conciliar voluntades, aunar esfuerzos y generar sinergias positivas orientadas a hacer de esta Sierra un lugar vivo y palpitante, aunque en invierno nuestros pueblos se queden vacíos.

La Sierra de Guadalajara, que en los despachos y las ruedas de prensa de nuestros políticos fue rebautizada como Sierra Norte, es un territorio tan hermoso como abrupto, tan ancestral como escasamente cohesionado. La comarca de Molina de Aragón es uniforme, vinculada en un solo territorio con lazos históricos que se remontan a sus fueros medievales y con una estructura territorial en la que la propia capital molinesa actúa de epicentro de la comarca.

Aquí, no. La Serranía no es una sola. Son muchas serranías. La del Alto Rey, la del Ocejón, la del Valle del Salado, la del Alto Sorbe, la de Sierra Ministra, la de la Sierra de Pela, la del Macizo de Ayllón, la presierra de Cogolludo y Jadraque, la Sierra Gorda… Una fisonomía cincelada a base de pinares, embalses, cascadas, cañones, barrancos, cárcavas y ríos como el Sorbe, el Cañamares, el Dulce, el Salado, el Bornova, el Berbellido y el Jarama.

Que exista una asociación capaz de aglutinar esfuerzos en cada uno de los rincones de nuestra comarca es una excelente noticia para un territorio cuyos diferentes valles, quizá por su complicada orografía, acostumbran a darse la espalda.

Ése fue el principal acicate para crear la Asociación Serranía y ése sigue siendo el pilar principal en el que se asienta. Abrazar la Sierra, divulgar la Sierra, recorrer la Sierra. Amar una comarca insertada de coz y hoz en la tradición castellana.

En 1905, al poco de ser declarado mayor de edad, el rey Alfonso XIII visitó la ciudad de Guadalajara. Tras el banquete en la Academia de Ingenieros, por la tarde tuvo lugar una recepción en el salón de actos de la Diputación Provincial. Sentado en su trono, el monarca saludó, uno a uno, a los representantes de los más de cuatrocientos ayuntamientos de la provincia. El ujier de servicio fue llamando a los alcaldes hasta que anunció con voz potente: “¡Ayuntamiento de Majaelrayo!”. Entonces ocurrió lo que así relata Layna Serrano:

“Unidos y vacilantes avanzaron cuatro hombres altos, enjutos, muy morenos, de pelaje negro y crespo y al frente del grupo el alcalde portador de bastón borlado. Al llegar frente al sillón del trono, nuestro hombre vaciló un momento, pues quizá le parecía pequeña pleitesía a la majestad reinante hacer una simple reverencia, hincó la rodilla en tierra, dejó en el suelo la vara con lenta y digna parsimonia y, sin alzar apenas la vista se persignó devotamente, ante la risa incontenible del cónclave, risa trocada de entusiasta ovación cuando el joven monarca, al advertir la confusión del pobre alcalde, se alzó de su silla y adelantándose unos pasos le dijo con acepto cariñoso: ¡Dios guarde a mis buenos súbditos de Majaelrayo!”.

La anécdota que rescató Layna sintetiza bien el carácter sencillo, bonachón y noble de los habitantes de la Sierra de Guadalajara.

El serrano se asemeja al perfil que dibujó Delibes en Castilla, lo castellano y los castellanos. Austero, pudoroso, recio, lacónico, seco, compasivo, modoso, individualista, sumiso, contemplativo, religioso, parco, intuitivo, amante del campo. Gente discreta capaz de soportar la adversidad con el mismo temple con el que afronta esos inviernos del demonio o una tormenta de verano.

Es difícil trazar el daguerrotipo genérico de toda una población que Caro Baroja tildó de “celtíbera y pastoril”. Pero sí es posible coincidir en la importancia del paisaje y la atmósfera en la personalidad que han ido labrando los serranos. No se entiende su forma de ser sin patearse antes el terruño. Porque el entorno, además de moldear una silueta física, también interviene en nuestra manera de relacionarnos con los demás.

El paisaje montañoso y el clima hostil han hecho de los serranos unos tipos de tierra adentro. No son cerrados. No somos cerrados. Tampoco indolentes, como a veces pudiera pensarse. Pero sí exhibimos un punto de desconfianza hacia los cambios por aquello de vivir en un rincón lastrado por el olvido. La ausencia de infraestructuras, el abandono secular del medio agrario y la escualidez del censo demográfico. Todo eso ha sembrado de escepticismo y de resignación a una sociedad entera.

Hace treinta o cuarenta años, llamar serrano a alguien en Guadalajara capital no significaba precisamente un piropo. Era sinónimo de pobreza, lo cual tampoco es novedad. Estrabón calificó la meseta norte como “país frío, áspero y pobre”. Y Ortega y Gasset, cuando en 1913 recorrió las tierras de Sigüenza y Berlanga, escribió sobre calles miserables y trigales famélicos: “¡Esta pobre tierra de Guadalajara y Soria, esta meseta superior de Castilla!… ¿Habrá algo más pobre en todo el mundo?”, escribió el filósofo.

El paisaje, claro, ha cambiado mucho. La gente, también. Los pueblos de nuestra serranía carecen de la alegría de antaño, las escuelas se han quedado casi vacías y los mozos no rondan a las mozas en las fiestas de la Virgen. A cambio, el atraso ha sido laminado. Igual que la miseria y esa especie de fatalismo que parecía haber calado hasta los huesos del primer al último serrano.

Partimos de la base de que hace dos o tres décadas muchos pueblos no tenían carretera de acceso, ni abastecimiento de agua, ni alumbrado público. De esa ignominia se ha pasado al Internet intermitente, los helipuertos y esa bicoca a la que llaman turismo rural. Los lugareños ya no visten con fajas, chalecos ni abarcas. Las trébedes de las viejas cocinas han dado paso a modernas vitrocerámicas. No hay niñas acarreando las mulas. Tampoco hay telares, ni aperos de labor, ni cencerros, ni casi pastores con su hato al hombro. Los abuelos siguen yendo a misa los domingos, pero no hacen calceta en los portones que asomaban en las fotos de Camarillo. A nuestros pueblos ha llegado savia nueva en forma de inmigrantes, pero ya no quedan personajes como Hemenegildo Alonso, El Mere de Arbancón, caratulero de las botargas; ni El Solfa, un confitero de La Bodera a quien los niños sisaban las garrapiñadas que traía para las fiestas de guardar. Por algo ya dijo Luis Cernuda que hay destinos humanos ligados a un lugar y a un paisaje.

Ahora surgen luces y sombras por igual, pero da la impresión de que, por primera vez, la Sierra otea oportunidades: los parques naturales, el empuje de los emprendedores (emprendedores de verdad) turísticos… Lo hace, eso sí, con incertidumbre y con muchas dudas en el zurrón.

Las gentes de este esquinazo de la provincia están hechas al desdén, aunque eso no signifique que no lo castiguen. Todavía convive la visión de quien se conforma con lo que hay, porque así debe ser y punto, y los que aspiran a cambiar las cosas. Son estos últimos los que tiran del carro surcando los huertos, tratando con el ganado, manteniendo pequeños comercios, abriendo hostales, montando restaurantes o construyendo viviendas, ya sea con piedra tallada o con lajas de pizarra. Mi amigo Octavio Mínguez, Tavi, que es de Majaelrayo, dice siempre que lo más importante es que la comarca tenga autoestima. No para mirarse en el espejo, sino para valorar lo que tenemos alrededor: un paisaje espectacular, una población escasa pero tenaz y laboriosa y una herencia cultural de valor incalculable.

Las dificultades, es verdad, persisten. Por eso conviene escuchar siempre la voz de los serranos. Sus quejas. Sus necesidades. Un déficit de infraestructuras y de servicios públicos. Una dificultad casi intrínseca para plantear proyectos en común. Un carácter refractario a los acuerdos demasiado extendido. Una tendencia excesiva a las polémicas hueras y estériles. Una falta creciente de reconocimiento del papel que debe ejercer la sociedad civil, aunque sea en una tierra con pocos habitantes como la nuestra. Una alarmante carencia de inversiones en telecomunicaciones, especialmente, en cobertura de telefonía móvil e internet. Una gestión forestal deficiente que pone en peligro el ecosistema y que lastra la preservación del entorno y la estabilidad de las plantillas de todos los trabajadores que cuidan de nuestro medio ambiente. Una porfía temeraria de la Administración a la hora de trazar proyectos desde la distancia y la frialdad de los datos. De poco sirven los grandes anuncios políticos si no van acompañados, al menos, de pequeños hechos.

En contraste, la cara amable del progreso de los últimos años es la doble capacidad de los serranos para aguantar el tipo -a pesar de los obstáculos- y mantener algunas de las esencias que siempre han caracterizado a esta tierra. Esencias que siguen haciendo posible hablar de un perfil propio y singular: la sensibilidad de Valverde de los Arroyos hacia su arquitectura y el Corpus; el patrimonio de Atienza; la pujanza de Tamajón; la querencia de Hiendelaencina por su pasado minero; el grito de igualdad y libertad de Campillo de Ranas; la feria del ganado de Cantalojas; el oxígeno en los pinares de Condemios; las piedras doradas en Gascueña o Prádena; el respeto a la tradición alfarera en Zarzuela de Jadraque; el empeño de los danzantes de Galve y Majaelrayo, la lucha de El Cardoso por resistir hasta el último embate; o la vitalidad que irradian, por citar algunas actividades, el ¡Toma castañas! en Zarzuela de Galve, el Certamen de Cine de Viajes y el Medio Maratón del Ocejón, el Cantalojazz o el Certamen de Cortos Publicitarios que impulsa Paco, de la Vereda, a través de la Asociación Turismo Rural Sierra Norte. Incluso los pueblos que un mal día perdieron su condición, como Umbralejo o Villacadima, conservan resabios de antaño.

Hay quien sostiene que el carácter del serrano es diferente si uno se planta en el Valle del Ocejón, en el Alto Rey o en la Sierra de Pela. Lo cierto es que por todas partes brotan el sentido común y una manera coherente de vivir en armonía con el entorno.

En las páginas de El camino, Delibes escribe: “Las calles, la plaza y los edificios no hacían un pueblo, ni tan siquiera le daban fisonomía. A un pueblo lo hacían sus hombres y su historia. Y Daniel, el Mochuelo, sabía que por aquellas calles cubiertas de pastosas boñigas y por las casas que las flanqueaban, pasaron hombres honorables, que hoy eran sombras, pero que dieron al pueblo y al valle un sentido, unas costumbres, un ritmo, un modo propio y peculiar de vivir”.

El serrano es como el castellano viejo. Vive en perpetua zozobra. Receloso. Rutinario. Instalado en la quejumbre. Cargado de filosofía socarrona. Dispuesto siempre a bregar por su tierra mientras avienta una esperanza frágil, pero incólume.

Esta esperanza ya no se entendería, ya no se entiende, sin el trabajo, la constancia y el empuje de todos cuantos forman parte de la Asociación Serranía. Una entidad que ya ha hecho de la siguiente exclamación un canto al pasado, pero también al futuro: ¡Viva la Sierra viva!

Que así sea.

Muchas gracias.