Umbralejo, un pueblo expropiado

Pseudónimo: Elisa

Autora: Julia Martin Mellado

2º Premio

Los campos de trigo están cubiertos con su manto verde. Es el momento en el que la Vieja Alma de Umbralejo despierta de su sueño. Se cuela por las rendijas de las casas, abriendo sus puertas de par en par. Enciende los candiles; perfuma las casas con tomillos y ajedreas, y enciende la lumbre para caldearlas, que las noches continúan siendo frías en la sierra norte.

Y el viento se llena con las risas y los llantos, las voces y los silencios, los cantos y los rezos de sus antiguos moradores, eternos exilados de su pueblo, de la pizarra negra.

Sonríe viendo como los ancianos se acercan al fuego y calientan sus manos rugosas. Manos, que albergan las huellas del duro trabajo en estas tierras castellanas. Sus caras surcadas por profundas arrugas, son tatuajes, la memoria de sus vidas austeras y duras.

Entre las ruinas expoliadas de la iglesia, resiste tímidamente su vieja espadaña, despojada de sus campanas, pero… que misteriosamente lanzan sus tañidos al aire, repiques fantasmas de los tiempos felices.

Acabada la jornada unos hombres vuelven a casa, después de trabajar en los hornos, que producirán carbón de encina. Otros, regresan a lomos de las caballerías, desde Jadraque, Cogolludo o Atienza, donde han vendido el carbón.

Los zagales, que han recogido las cabras y las ovejas en las casillas, corren por el pueblo entre risas, alborotando a las gallinas y salpicándose agua en el lavadero.

Unas niñas los miran de reojo y cuchichean riéndose. Acuden con su cántaro a la fuente, a por agua fresca para la cena.

Las mujeres sentadas al sol de primavera, charlan mientras cosen enaguas y zurcen pantalones. Dos ancianas están devanando lana con el huso, para después tejer recios jerséis y calcetines.

Pronto irán a preparar la cena, que mañana toca cocer pan y hacer rosquillas para la fiesta.

Unas mozas vuelven de trabajar en los huertos, bulliciosas y alegres, a pesar del trabajo y el largo camino recorrido; tardan más de una hora en ir y otra más en volver.

La plaza del pueblo está abarrotada. Músicas de laúdes y guitarras amenizan el baile; los niños corretean entre las parejas que danzan; los ancianos, sentados en sus banquetas, hablan alto y ríen felices.

La Vieja Alma de Umbralejo contempla la feliz estampa, con un rictus de amargura…Es la hora. Frunce los labios y sopla suavemente a través de chimeneas y ventanas; tiene los ojos cerrados, cuando los abre, los moradores del pueblo han desaparecido, devueltos al refugio, al cobijo de nuestra memoria colectiva.

Papá, hasta la cumbre del Ocejón llegó el rasgueo de tu vieja guitarra y el alegre timbre de tu laúd: los corazones de tu voz, que quedaron enredados para siempre en esta sierra, entre robles, encinas y jaras. El azul de tu mirada, siempre tu azul, me sonríe desde ese cielo tan hermoso.