Volver a la felicidad de la tierra

Portada de 'La felicidad de la tierra' (Stella Maris, 2015, 435 págs.), de Manu Leguineche.
Portada de ‘La felicidad de la tierra’ (Stella Maris, 2015, 435 págs.), de Manu Leguineche.

Manu Leguineche, fallecido en enero de 2014, fue un reportero sagaz, un periodista omnímodo y un aldeano impenitente. Viajó por el mundo para huir del franquismo y regresó a tierra adentro para huir de Madrid, o sea, del ruido. Desde entonces pasó a ser un nómada tranquilo y feliz en la Ribera del Tajuña.

La casona alcarreña en la que halló refugio, de aire toscano, tenía un comedor lleno de pilas de periódicos, una chimenea enorme y un portón de madera en cuyo reverso colgaba el premio Ortega y Gasset. Manu disfrutó del huerto que sabiamente cuidaba –y aún cuida- Jesús Rodrigo, el jardinero filósofo, un amigo inquebrantable del escritor. Y allí recibía a los amigos, a la familia y a los lugareños de Brihuega con los que pasó a compartir raticos sazonados con Riojas y partidas de mus. Su principal virtud es que convirtió el paisanaje que descubrió en Castilla en materia de vida y de literatura. Javier Reverte opina que “Manu era un vasco muy castellano, como Unamuno o Baroja”.

Tras haberse consagrado como una referencia del periodismo, Manu Leguineche se fue a Guadalajara a mediados de los ochenta para realizar un viaje interior. Lejos de historias lejanas y exóticas. Compró primero la finca del Tejar de la Mata, en el pueblecito de Cañizar, y después se instaló en la añeja sede de la escuela de los gramáticos de Brihuega. Territorio pardo. Jardín de la Alcarria. Paseos entre chopos. Campos con olor a lavanda. “Fue un flechazo. Yo no elegí a Guadalajara, Guadalajara me eligió a mí”, me contó en más de una ocasión.

De su experiencia en la Castilla agreste y mielera surgió La felicidad de la tierra. El libro fue publicado por Alfaguara en 1999 y estaba descatalogado. Sin embargo, la editorial barcelonesa Stella Maris acaba de reeditarlo en una versión que guarda fidelidad al texto original y con una portada maravillosa en la que Manu posa en el balcón de su vivienda en Brihuega delante de Toribio, su pato, al que luego mató una comadreja. El gesto de bonhomía y ternura que rezuma el escritor en esta imagen ilustra el amor que siempre regaló a los animales.

Que se reediten los libros de Manu Leguineche es una noticia excepcional en un país con el periodismo en horas bajas. La precocidad de Manu y la lejanía temporal de algunos de sus libros impiden que los jóvenes plumillas accedan a su obra incluso en las librerías de viejo, de tal manera que joyas como El camino más corto, La primavera del Este o Sobra el volcán están fuera de circulación. Un pecado de lesa humanidad para el periodismo español, al que le auguro poco o ningún futuro mientras la universidad no gire su mirada sobre la obra de Leguineche y las editoriales mientras apuestan por la mediocridad de autores mediáticos.

La felicidad de la tierra es un libro a medio camino de la crónica y el dietario rural. Una exhibición de músculo literario que Leguineche fue perfilando tras vencer su timidez para escudriñar su propia andadura. “Un diario siempre me había parecido cosa de gente enfermiza o pagada de sí misma”, confesó Manu en una entrevista publicada en La Revista, el extinto dominical de EL MUNDO.

Manu acabó pergeñando su diario con la misma disciplina interna que siempre caracterizó su oficio. Porque Manu era cultivador de almuerzos opíparos y puros habanos, pero también fue un periodista todoterreno con una capacidad de trabajo desbordante. Leía mucho y escribía muy rápido. Y exhibió siempre una visión panorámica que le permitía hablar con autoridad tanto de las interioridades de la política china como de la floración de la jara. Quienes le vimos trabajar en su despacho, situado en la última planta de su casa de Brihuega, rodeado de libros y de sillones forrados con periódicos de todo el planeta, conservamos la imagen de un hombre feliz zambullido en una soledad voluntaria y fecunda. “Cuando Muki [su gata] aporrea las teclas del ordenador escribe mejor que yo…”, solía decir con una socarronería que no dejó de cultivar ni en sus peores momentos de salud.

La felicidad de la tierra, posiblemente, es el libro más lírico y redondo de los más de cuarenta que Manu escribió desde que a los 18 años agarró un ferry desde Alicante y se marchó a cubrir la revolución de Argelia. Es una escritura reposada, madura y capaz de absorber la sabiduría del terruño. Es periodismo, literatura, crónica, un gran reportaje sazonado con experiencias propias y ajenas. Un portento de lectura en la que uno se encuentra un poema de Eliot, un almuerzo de Jesús en Las Vegas de Masegoso, una historia sobre De Gaulle o una reflexión de Epi después de la fiesta de Cañizar.

El estilo literario de Manu Leguineche es el mismo que el periodístico: sujeto, verbo y predicado. Una prosa sencilla exenta de vocablos remilgados. Y una expresividad basada en dar rienda suelta a un vasto poso cultural sin alardes ni estridencias.

Detestaba el hedonismo urbanita, el ruido de los coches y el “follón” de la ciudad. También atizaba el turbocapitalismo que llevaba a muchos habitantes de la ciudad a emigrar al pueblo con los mismos vicios de la vida urbana: consumir, tirar basura. “Me interesa de los viejos la combinación del silencio y las verdades de la vida, y a eso se suma el valor de su lenguaje”, confesó.

El rasgo esencial que incardina al autor de Guernica en la literatura contemporánea es la limpieza con la que inspecciona el paisaje y a las gentes que lo habitan. Este es el principal elemento que le distingue de Cela, que retrató la Alcarria con una mirada excursionista; o del canon literario de la Generación del 98, cuyos libros de viajes se cimentan en el daguerrotipo pintoresco.

Manu sigue a Fray Luis en el elogio de la aldea (“hay a quienes la vista del campo los enmudece y debe ser condición de espíritus de entendimiento profundo”) y tuvo a Azorín o a Unamuno como guías de cabecera. Sin embargo, no otea la Alcarria desde un pedestal. Al revés, la patea, la mira, la escucha, la mima, la siente y la padece exactamente igual que el resto de los vecinos. De esta posición brota una escritura que, por lo demás, guarda el poso que en el reportero dejaron las revoluciones americanas, los golpes de estado y la voracidad lectora.

La intención de Manu Leguineche es que La felicidad de la tierra inaugurara una trilogía que tuvo continuidad con El Club de los Faltos de Cariño. En cambio, nunca llegó a terminarla porque el autor cayó enfermo y se vio obligado a renunciar a la escritura.

El Club de los Faltos de Cariño es un tratado hondo y filosófico, en el que siguen muy presentes las anotaciones del día a día, una suerte de impresionismo delibeano, pero cuajado de un profundo nivel cultural y de pensamiento. Ambos se libros se complementan y tienen una continuidad ceñida al interés que suscitan las reflexiones de un periodista ya baqueteado y con un talento perenne para captar las historias interesantes. En Vietnam o Nicaragua, pero también en Hita o Rebollosa.

“El periodismo obliga a sacrificios”. Era la advertencia habitual que formulaba a los jóvenes que aspirábamos a vivir día de vino y rosas en una Redacción. Quizá por ello buscó la felicidad a pie de campo, siguiendo el propósito del escritor francés Romains: “huye a una aldea y declárala el centro del mundo”.

Rememoren la alegría de Leguineche. Lean o relean La felicidad de la tierra en este ocaso invernal en el que las tardes empiezan a alargarse y el grajo recupera altura.

Porque, al fin y al cabo, como solía contar el propio Manu, todo lo que uno necesita es un poco de pan, unos libros y mucho silencio.