Así habrá de llamarse

Hacía días que habían dejado marchar a la caravana de colonos que viajaba en dirección a levante, hacia las tierras donde habrían de asentarse.

Juana, que caminaba lentamente, sujetando su abultado vientre bajo una gruesa capa de lana, no pudo seguir el ritmo del incesante caminar de los nuevos pobladores. Alonso, su esposo, cargando las escasas pertenencias en un zurrón, velaba por su mujer y la vida que llevaba en su interior, procurando seguir los pasos que los llevaría a su nuevo hogar. Solos, en una tierra lejana de su Asturias natal, el matrimonio seguía el camino del sol en su lento caminar. Los primeros copos de nieve habían empezado a tapizar el suelo, y por las noches el frío castellano caía como un manto afilado sobre la pareja que dormía al raso, al tenue calor de una pequeña hoguera y acurrucados uno contra el otro al abrigo de cualquier roca.

Tras días de travesía comenzaron a seguir el cauce de un arroyo hasta que, al caer la tarde, envueltos en una nevada que apenas les dejaba ver más allá de veinte pasos, toparon con unas cruces de piedra que emergían de la nieve como si el mismísimo Todopoderoso las hubiese clavado allí entre los árboles. Juana se apoyó sobre la mayor de las cruces y miró al suelo. Había roto aguas. El tibio líquido corría por sus piernas hasta alcanzar la nieve, que se derretía a su paso. Su marido la sostuvo mientras la mujer jadeaba de cansancio y dolor. Estaban en lugar santo. Era cuestión de tiempo que encontrasen ayuda. Envueltos en la intensa nevada continuaron caminando a paso lento, cargando el hombre con el zurrón y sosteniendo el cuerpo de su extenuada esposa que andaba apoyada sobre él. La escasa luz prácticamente había desaparecido tras la cortina de nieve cuando alcanzaron la silueta de una ermita, parte de la cual se hallaba en construcción. El caminar se iba haciendo más lento conforme la nieve se depositaba a sus pies. Juana lloraba por el frío y el dolor que le atenazaba con cada contracción. Cada paso le arañaba las entrañas y le robaba el aire.

Cuando habían alcanzado la ermita Alonso gritó pidiendo ayuda. Su esposa se dejó caer en la fría nieve. Su cuerpo estaba al límite de sus fuerzas. Alonso corrió hasta el edificio sin dejar de gritar. Golpeó la puerta, pero sólo había silencio. Su mujer se había convertido en una mancha oscura a unos metros de la ermita y su descendencia se debatía en su interior.

El sonido de un cerrojo sacó a Alonso de sus pensamientos. La puerta se abrió y asomó la cabeza un monje agustino de afable rostro redondeado, luciendo su característica tonsura.
Instantes más tarde, el cuerpo agonizante de Juana era llevado por tres monjes y Alonso hasta un corral aledaño a la ermita, donde fue depositado sobre un lecho de paja. A pesar del atenazador frío la mujer sudaba a causa de las altas fiebres y agarraba con fuerza la capa de su esposo, al que quería retener a su lado. Ninguno de aquellos hombres había asistido un parto ni conocía los secretos de tan milagroso evento, pero se encomendaron a Dios y dejaron que la naturaleza hiciera su trabajo. Iluminada por las lámparas y velas que portaban los monjes, entre gritos y lágrimas, Juana dio a luz una niña que rompió a llorar con gran alborozo de los religiosos y mayor alegría del padre, que la cogió en sus brazos y la limpió de briznas de paja para ponerla en el regazo de la madre.

—¿Cómo la llamaremos? —preguntó Alonso a su esposa, a la que las fiebres parecían no haberle robado la sonrisa.

—Coloma —contestó el monje de cara redondeada y gesto afable—. Nuestro Señor les ha traído hasta aquí, a la ermita de Santa Coloma. Es su designio que esta nueva vida le honre con el nombre de este santo lugar.

—Si ha sido su designio, así habrá de llamarse —dijo el padre satisfecho.

A pesar de las atenciones de los monjes y de los cuidados de Alonso, Juana no pasó de aquella noche y las fiebres terminaron llevándosela de este mundo antes del amanecer.

La aventura colonizadora de Alonso terminó en Al Ibn Diego, una pequeña aldea que la espesa nevada había ocultado al matrimonio la noche anterior y quedistaba poca distancia de la ermita. Los nuevos habitantes cristianos, que habíanrebautizado la población como Albendiego, acogieron al viudo padre primerizo y su hija como otros más de la comunidad. Alonso y la pequeña Coloma terminaron echando raíces en aquella aldea castellana a la que, la misma tormenta de nieve que segó la vida de Juana, acabó por llevarlos.


Pseudónimo: Fukinagashi
Autor: Raúl Romero Bonilla