Despoblación

Pseudónimo: Perpetua Silvestre

Autor: Noemí Garrido Bueno

1º Premio

– Hoy toca: Villares, Bustares, Las Navas, El Ordial y El Arroyo, me voy con
veinte barras y casi me sobrarán…

Era miércoles y ya le pesaba la semana: desde que falleció su padre llevaba el horno y
el reparto, mientras que su mujer acarreaba con la panadería, dos criaturas, cuatro
gallinas y el huerto. Aquella mañana no se vieron.

Salió con la furgoneta y le extrañó no ver al tío Paco en su paseo matinal. El día
estaba soleado, pero el aire hería.

La ruta atravesaba el barranco sombrío del Molino de Villares y sus hielos. Pasado
Villares, el barranco del Cobacho, dos malditas cicatrices en la tierra repletas de
curvas y leyendas.

Como siempre entró en Villares de Jadraque con un largo pitido. Solo esperaba a un
par de vecinos, como el bar solo abre los fines de semana, allí casi no vive nadie.
Mientras esperaba abrió una de las puertas y se comió un bollo, desde las 3 de la
mañana solo había tomado un café y un whisky.

Se encendió un cigarro mientras recorría con la mirada las paredes de piedra que en
invierno estaban tapizadas de musgo y ombliguillos, pero su mente pensaba en el
negocio. Tiró el cigarrillo y cerró el camión.

Atravesando el gran páramo de los Brezales pensó en buscar trabajo en Guadalajara,
pero el olor del campo y las preciosas vistas a la sierra del Alto Rey le quitaron la idea
¿Qué trabajo le iba a ofrecer esa libertad?

En Bustares hacía tres paradas, menos en verano que las aumentaba, ya que
triplicaba la población entre abuelos y nietos.

Entró pitando hasta el corral de Rosario, allí siempre había un par de vecinas
refugiándose del maldito viento de ese pueblo. Nadie salió, volvió a pitar, llamó a un
par de puertas sin respuesta, confundido, llamó a su mujer y no respondió. —¿Dónde
estará esta mujer? ¿Habrá algún entierro?— Arrancó el camión y bajó a la plaza en
silencio, como nunca lo había hecho. No vio a nadie.

En el bar siempre le compraban cuatro barras y unos bollos, pero estaba cerrado.
Aun así, aporreó la puerta y desesperado gritó al aire, – ¿HAY ALGUIEN? – Llamó a
la alcaldesa, pero tampoco respondió. El teléfono le marcaba “batería baja”.

Bajó caminando anca Pablo estaba abierta, pero vacía, —¿Pabi? — Solo encontró a
sus gatas dormitando en el gamellón que tenía en la puerta.

Al volver a la plaza por la Calle Arrabal iba gritando como un loco: —¡HOLA! ¿HAY
ALGUIEN? —Se sentó en el poyete del tio Segundo, estaba derrengado, reía y lloraba
a la vez, y como un niño que intenta autocompadecerse balbuceó —pues parece que
en Bustares nadie quiere comprar pan—.

Continuó la ruta hacia el pequeño pueblo de Las Navas y pensó que el Ocejón
también estaba tan solo como él.

Allí casi ni pitó, no salió nadie, pero allí era casi normal. Dio la vuelta al pueblo por
las calles empedradas, el paseo, las casas de pizarra y el sol le calentaron la cara y el
alma. En aquel momento se sintió privilegiado y el entorno le abrazó.

Al arrancar se le encendió el piloto de la gasolina – ¡vamos no me jodas! – Eso le
obligaba a ir a la gasolinera de Espinosa o a la de Atienza. No sabía cómo iba a avisar
al Ordial y el Arroyo de que se iba a retrasar con el pan, no podía quedarse tirado por
esas carreteras sin móvil. Tampoco sabía si habría alguien, un escalofrío le recorrió el
cuerpo -iré a la gasolinera a buscar a alguien-.

Atravesando la extensa pradera que precede al pinar, vio cómo una nube negra
amenazaba tormenta por San Totis. Al adentrarse en el pinar, empezó a chispear.

La carretera estaba en mal estado, con grandes baches y grava suelta. Bajó la marcha.
Observó como los pájaros barruntaban la tormenta y se refugiaban en los árboles.

Unas curvas más allá una pequeña águila se le cruzó, le mantuvo la mirada y se posó
en un árbol. Paró en medio de la carretera y se bajó del vehículo, el ave arrancó el
vuelo hacia las ruinas del pueblo abandonado de las Cabezadas; lleno de historias
oscuras, rencillas y muerte.

Vio como de la chimenea de una casucha salía humo – copón que hay alguien – golpeó
la pequeña puerta, pero entró sin esperar respuesta.

Vio como en aquella casa no había pasado el tiempo: una mujer mayor de pelo cano
cocinaba al fuego algo que olía estupendamente y le transportó a su infancia, ese
delantal zurcido y remendado parecía que hubiera sufrido cuatro vidas, sus ojos
reflejaban la calidez de un hogar, pero la dureza del territorio había esculpido en su
rostro barrancos de experiencia.

– pero… ¿Y la gente? ¿Usted no se ha ido?
– ¿Cómo dice…? ¿quiere una sopa?