La sangría de la despoblación (más realismo, menos sollozos)

Calles vacías y nevadas, estampa habitual en los pueblos del interior de Castilla en invierno. // Foto: R.C.
Calles vacías y nevadas, estampa habitual en los pueblos del interior de Castilla en invierno. // Foto: R.C.

He escuchado muchas veces al profesor Francisco Burillo, presidente de la asociación Serranía Celtibérica, decir que el problema de la despoblación tiene arreglo, que no es irreversible, que aún hay salida aunque ésta sea difícil y costosa. Sus palabras son siempre una ducha de rigor y optimismo, pero lo cierto es que los datos alimentan nuestra desesperanza. El interior de España se muere, aunque en este trance convendría evitar el dramatismo y las simplezas.

El padrón actualizado a 1 de enero de 2016 ha certificado que Guadalajara es una de las provincias de la Laponia del sur que avanza de forma inexorable hacia la despoblación. Todos los municipios de la provincia excepto la capital y algunos de los principales núcleos del Corredor del Henares o las zonas más cercanas a Madrid han perdido habitantes durante el último año. Sólo 30 municipios de la provincia superan los 1.000 habitantes y ya hay 173 términos municipales –de los 288 totales- con menos 101 habitantes. Guadalajara ostenta el triste hito de encabezar la lista de provincias españolas con el mayor número de poblaciones que no pasan del centenar de vecinos.

Podríamos abundar en un informe más exhaustivo sobre los datos, pero bastan los expuestos en el párrafo anterior para corroborar que, lejos de frenar la sangría demográfica, tanto Guadalajara como el resto de territorios de la meseta siguen ahondando en la brecha poblacional con los corredores urbanos. Esto quiere decir, al menos, dos cosas. Una, que las políticas llevadas a cabo hasta ahora han sido insuficientes cuando no contraproducentes para evitar la despoblación. Y dos, que urge cambiar cuanto antes de mentalidad y planificación para hacer bueno el pronóstico de Burillo.

La desertización y el abandono del medio rural nunca ha sido una cuestión de Estado, ni antaño durante la dictadura ni después en democracia. Y, desde la incorporación de España al mercado común europeo en 1986, se dejó al albur de las políticas comunitarias, casi siempre frías y distantes.

Para solucionar la despoblación –si es que aún tiene solución- lo primero es tomar conciencia de la envergadura de este reto y también de sus efectos nocivos sobre la sociedad, la economía y el entorno. Pero no creamos que es un lastre sólo de Guadalajara que los políticos no hablen de este tema o que la gente no quiera marcharse a vivir al campo. Es una tendencia planetaria. En 1950, la población urbana representaba solo el 30% de la población mundial. Cien años después, en 2050, se estima que supondrá el 70%. Y cerca del 75% de la población española reside ya en áreas urbanas.

Por tanto, tal vez lo segundo que debemos hacer para solucionar la despoblación es quitarnos la boina. Porque no es un problema específico de Guadalajara, ni siquiera de España. Es un desafío global que exige respuestas globales, lo que en el caso de la UE pasa por unificar los criterios de actuación, el abandono de la “cultura de la subvención” y también por la implementación de medidas que, desde una óptica panorámica, se adapten a la realidad de cada país.

Y la tercera razón que podríamos tener en cuenta es que estamos ante un problema estructural. La huida de las zonas rurales en los años 50 y 60 provocó un desequilibrio quizá insalvable entre el campo y la ciudad. Pero hay razones históricas que explican este fenómeno. El reparto de tierras después de la Reconquista, el asentamiento poblacional durante la Edad Media, la apuesta inequívoca por la ganadería en detrimento de la agricultura. Y, por supuesto, el salvaje plan de industrialización del franquismo en 1959, lo que tuvo el efecto de estabilizar la economía a cambio de vaciar el campo en apenas dos décadas. Ahí arrancó un proceso de emigración a las ciudades que no se ha conseguido parar ni siquiera con la vuelta de los pensionistas –antiguos emigrados- a sus pueblos de origen y con la llegada de inmigrantes como mano de obra para el sector primario, la construcción o los trabajos forestales. La diáspora rural se debió a una estrategia política que priorizó los corredores urbanos (lean a Raquel Gamo en El Hexágono). Fue una decisión política, así que cualquier solución está abocada a ser de la misma naturaleza.

España es el segundo país de la UE, tras Suecia, con mayor superficie forestal (27,7 millones de hectáreas). Sin embargo, el 70% de nuestra población reside en las grandes áreas urbanas. Ocho de cada 10 españoles vive en ciudades, según el INE. Pero lo peor es que este efecto de aglomeración urbana se ha reproducido a escala autonómica en algunas de las comunidades afectadas por la despoblación. Por ejemplo, Zaragoza concentra casi el 50% del censo de Aragón, mientras Oviedo y Gijón aglutinan la mitad de la población de Asturias.

No hay soluciones fáciles para problemas complejos. El drama de la despoblación en nuestra tierra no se resuelve con diatribas de corto alcance al Gobierno regional de turno. Tampoco se resuelve con el grito o el llanto de quienes durante los últimos cuatro años callaron ante el atropello al que se sometió al medio rural en forma de cierre de escuelas (61 en Castilla-La Mancha en la última legislatura) o el intento de liquidación de las urgencias nocturnas. Y tampoco arregla nada deslizar estúpidas lamentaciones sobre lo olvidados, ay, que están nuestros pueblos. Sencillamente, porque no es verdad. Todo es mejorable, pero conviene no exagerar la agonía rural hasta el punto de deformar su situación actual, puesta en contexto con el pasado reciente. Durante las últimas cuatro décadas los pueblos han experimentado un salto adelante mayor que en toda la historia antes de este periodo. Ya no hay carreteras tercermundistas, existen centros de salud y helipuertos de emergencias sanitarias, las casas son modernas y confortables, se cuidan y ponen en valor los espacios naturales y hasta en el rincón más perdido de la geografía mesetaria puede localizarse un restaurante con estrella Michelin. ¿Qué falta? Falta gente, claro. Y falta gente porque no hay empleo ni una red de telecomunicaciones (internet, wifi, cobertura 4G) medianamente aceptable.

“El pueblo necesita mayor confort: caminos, agua, buena tierra y posibilidades deportivas”, escribió Delibes en los 60. Ahora los pueblos ya tienen casi todo esto, pero se ven aquejados, como dejó dicho también el novelista castellano, de un progreso que “calienta el estómago pero enfría el corazón”.

Una de las reflexiones que deberían analizar los grupos y especialistas que trabajan en esta materia es por qué durante los últimos diez años, a pesar de la dureza de la crisis, los españoles no han vuelto al pueblo. Por qué, pese a constreñirse las oportunidades y con un paro desbocado, los españoles han optado por quedarse en la ciudad. Por qué, pese a la calidad de vida que procura la naturaleza y las facilidades de algunos pueblos para la instalación de lo que hace años vino en llamarse “neorurrales”, la mayoría de la población de nuestro país ha preferido seguir viviendo entre bloques de pisos y manadas de coches.

La atracción de vecinos ha fracasado incluso en aquellas localidades que más facilidades han puesto encima de la mesa, bien a través de ayudas directas o concediendo una vivienda a cambio de trabajo, por ejemplo, limpiando las calles o haciéndose cargo del bar del pueblo. Esto se ha hecho, antes y después de la crisis, en muchos municipios que reciben compensaciones por acoger parques eólicos. Pero ha sido un ejercicio frustrante, lo que lleva a preguntarnos si la despoblación sigue disparada porque el español medio no quiere irse a vivir a lugares más o menos remotos, o si esto no ocurre porque no existen oportunidades de trabajo.

Quizá no cabe una respuesta categórica o taxativa a esta cuestión. Pero es una evidencia empírica constatar el fracaso político que supone, no para una generación sino para varias generaciones, que el personal siga abandonando los pueblos justo cuando éstos gozan de las mejores condiciones materiales.

Por centrarnos en nuestro ámbito más cercano. Es un hecho que ni la UE, ni el Gobierno central, ni las comunidades autónomas disponen de un plan integral en el que se haya fijado, a corto o largo plazo y con más o menos dotación presupuestaria, el objetivo de devolver la vida a los pueblos como elemento galvanizador de otro tipo de reparto demográfico en un país cuyas bolsas de despoblación no tienen parangón en el resto del continente.

La falta de habitantes parece un fatalismo aceptado por la clase política como inalterable. De ahí que no ocupe nunca ni una línea no ya en los Debates sobre el Estado de la Nación, sino incluso en los debates de política general en regiones como Castilla-La Mancha. De los cuatro grandes partidos nacionales, sólo Podemos ha incorporado de forma específica y concreta el desarrollo rural como parte de su estrategia en sostenibilidad. Y ninguna de las normas aprobadas ha sido eficaz en sus aspiraciones. Para el recuerdo queda ya la Ley de Desarrollo Rural promulgada por el Gobierno Zapatero con más buenas intenciones que recursos económicos. Por cierto, ¿por qué casi nadie plantea reactivar esta legislación?

La división autonómica ha permeado los servicios públicos en las zonas rurales (ambulatorios, ambulancias, escuelas y aulas, helipuertos, residencias de ancianos, etc). Pero, en cambio, ha impedido la coordinación entre las diferentes administraciones. No existen iniciativas conjuntas entre las Castillas, Asturias, Cantabria, Galicia, Extremadura y Aragón –por citar algunas de las CCAA implicadas- y ni siquiera los respectivos gobiernos regionales se han mostrado capaces de introducir la despoblación como un factor de peso en el próximo sistema de financiación autonómica.

El resultado de todo ello es un erial político y la implementación no de medidas de calado, sino de parches y remiendos que ni siquiera sirven para amortiguar la caída. Mientras no exista una acción política decidida por parte de las comunidades afectadas, el Estado no se tomará en serio la lacra de la despoblación. Sobre todo, porque es una carga que al urbanito medio le importa un pimiento. Lo que prima es la visión de quien concibe el campo como un lugar de recreo o en el que depositar aquellos trastos feos y onerosos que las grandes ciudades no quieren cerca: nucleares, cárceles, pantanos para trasvasar, centrales hidroeléctricas, parques eólicos. Y así.

Otra cuestión a revisar es el diseño y el reparto de los fondos europeos. Decir que este dinero se ha derrochado o no ha servido para nada ofende a la inteligencia. Basta un somero repaso al panorama que presentaba la ruralidad en 1986 y el que podemos ver 30 años después para comprobar el avance experimentado. Ello no invalida la constatación de una certeza palmaria: los pueblos siguen perdiendo habitantes a chorro. El sector primario no crea puestos de trabajo, los servicios flojean, el turismo pesa pero no es la gallina de los huevos de oro y apenas existe una industria incipiente en algunas cabeceras de comarca (en Guadalajara, sólo en Sigüenza, Molina y Mondéjar).

A pesar del nepotismo en la concesión de ayudas y la falta de diligencia en algunos grupos de acción local, los fondos de cohesión han servido para modernizar las infraestructuras en las zonas rurales y arraigar una cultura de puesta en valor de los elementos locales alrededor de la conservación del patrimonio y el negocio turístico. No es poco, pero sí insuficiente.

Para lo que no ha servido el maná de la UE es para articular una estructura económica dinámica y potente. Por decirlo en plata: ha sobrado dinero para casas rurales y ha escaseado para inversiones productivas, que son precisamente aquellas que permiten no sólo generar empleo, sino fomentar un tipo de crecimiento económico estable y no estacional.

La comarca de Molina tenía 40.229 habitantes a comienzos del siglo XX. En 1960 bajó a 26.236. En 1991, cuando comienzan a aplicarse la Política Agraria Común (PAC) y los programas europeos de desarrollo rural como el Leader, la población molinesa descendió a 11.026 habitantes. En 2016 apenas alcanza los 8.500.

Esta notable contracción refleja el desangre demográfico en la España vacía de la que habla Sergio del Molino en su conocido ensayo. Pero habría que preguntarse qué hubiera pasado sin el Leader ni la PAC porque quizá esos 8.477 habitantes en Molina serían aún bastantes menos…

No estoy de acuerdo con la visión apocalíptica y negativa de los fondos europeos, cuyo reparto depende en exclusiva de administraciones regionales y locales, y cuya adjudicación (ojo) gira alrededor de la demanda de la sociedad civil, eso que en el medio rural es casi una entelequia. Ni el Leader ni la PAC se hicieron específicamente para revertir la despoblación, sino para fomentar las zonas rurales. Pero tanto la distribución de las subvenciones comunitarias como la aplicación de la PAC se ha llevado a cabo por municipios y no atendiendo a estrategias territoriales que fomenten un desarrollo endógeno. Lo relevante, en todo caso, es que nunca ha habido un programa integral supraprovincial para revertir la despoblación en las mesetas y la cornisa cantábrica en España. De ahí derivan las grietas en las diferentes políticas que se aplican.

Las lagunas en la ejecución de los cientos de miles de millones que han llegado procedentes de Bruselas han agudizado la despoblación y no han evitado ni el envejecimiento ni la dispersión geográfica. Y no parece que falten normas. Falta voluntad política.

El artículo 130 de la Constitución contempla que “se dispensará un tratamiento especial a las zonas de montaña con el fin de equiparar el nivel de vida de todos los españoles”, y la Unión Europea aconseja en su Carta Europea de las Montañas que cada Estado miembro defina las regiones montañosas de su territorio. El profesor Burillo, en nombre del territorio de la Serranía Celtibérica, exigió en el Senado en 2014 la necesidad de trabajar en una legislación única sobre las zonas montañosas como paso previo para dar con “soluciones probables” para atajar la falta de habitantes del medio rural. A juicio de este colectivo, la unidad de despoblación en España “es la Montaña, no la Provincia ni la Comunidad Autónoma” porque es la que mejor refleja el despoblamiento en las áreas más apartadas. Serranía Celtibérica lo ilustra con el ejemplo de Asturias, donde la densidad demográfica media es muy superior a la que registran sus zonas montañosas, pero podría aplicarse también a Guadalajara, dada la asimetría entre el padrón de la capital y el Corredor del Henares y la despoblación en la Sierra Norte y el Señorío de Molina.

Guadalajara es una provincia incluida dentro del mapa de la Serranía Celtibérica, caracterizado por sus condiciones climatológicas y la falta de iniciativas de calado en materia de desarrollo rural. Ambos factores han convertido este espacio en el territorio más desestructurado de toda la Unión Europea. Con sus 65.825 km2 -más del doble de Bélgica-, está habitado por 499.186 personas censadas y su densidad es de 7,58 habitantes por kilómetro cuadrado. En la Serranía Celtibérica sólo existen cuatro poblaciones por encima de 20.000 habitantes: Calatayud, Cuenca, Soria y Teruel.

Los datos son escalofriantes, y ni siquiera la inmigración que llegó a la provincia desde antes de la irrupción de la crisis ha logrado paliar el trauma del éxodo rural. “La batalla contra la despoblación está perdida”, sostiene Del Molino en La España vacía (Turner), un ensayo que en 2016 ha logrado situar este asunto en la prensa nacional. Es la idea contrapuesta a la visión, más esperanzadora, de Burillo con la que comenzamos estas líneas.

“El sostenimiento de la vida en las regiones deprimidas y la revitalización de una plurifuncionalidad muy conveniente son las claves para evitar la pérdida definitiva de un equilibrio territorial necesario”, explica el José Sancho Comíns, catedrático de Análisis Geográfico Regional de la Universidad de Alcalá. Quiere decir que no basta con fijarse metas utópicas alrededor de un regreso en masa de la ciudad al campo, algo que no sería conveniente desde ningún punto de vista. Pero sí es preceptivo marcarse objetivos ambiciosos pero realistas para mitigar el despoblamiento rural. Abandonar los arcaicos enfoques localistas, superar los neocaciquismos de las autonomías, integrar los planteamientos más allá de las barreras físicas provinciales, habilitar infraestructuras útiles, encarar las consecuencias perniciosas de la superproducción agraria, impulsar una mayor vigilancia ambiental y explorar vías que permitan articular un tejido productivo alrededor de los recursos propios y naturales.

“La notable continuidad de la experiencia y del modo de ver el mundo del campesino adquiere, al estar amenazada de extinción, una inminencia sin precedentes e inesperada“, escribió John Berger, recientemente fallecido, en Puerca tierra (1979).

El proceso de laminación del agro del que advirtió el autor británico sigue vigente. Revertirlo es una tarea titánica que, al menos en España, corre el riesgo de convertirse en inviable si el discurso público no asume que el suicidio rural acarrea no sólo la pérdida de una parte sustancial de nuestra cultura, sino una amputación gravosa en un país que no puede permitirse el lujo de afrontar el futuro orillando al campo.