La igualdad empieza en la lengua

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Ilustración de Fernando Vicente. El País, 2012.

A propósito del Día Internacional de la Mujer, Concha Balenzategui, magnífica analista, escribe hoy el El Hexágono de Guadalajara un artículo en el que clama contra el uso del lenguaje en las políticas de género. A su juicio, para defender la igualdad entre hombres y mujeres no es necesario retorcer las palabras, ni tampoco enfatizar el femenino de cada término, ni poner muñequitos con faldas en los semáforos, ni sustituir la palabra “homenaje” por “donanatge” para evitar la raíz masculina de la primera.

Escribo estas líneas porque creo que pueden ayudar a un debate constructivo, máxime teniendo en cuenta la conmemoración del día.

El artículo de Concha es muy interesante, por el fondo y por proceder de una mirada femenina. Y sí, la fruslería de algunas medidas acaba teniendo un efecto contrario al buscado. Como recordaba ayer Mercedes Gallizo, no hace falta recurrir a payasadas para luchar por el empoderamiento de las mujeres.

Lo que ocurre es que, mientras la igualdad real siga siendo una quimera, apelar al terreno simbólico o semántico para recalcar la presencia de la mujer no parece nada descabellado. Porque ni el lenguaje es neutro ni la visualización de la realidad en lo público resulta tampoco irrelevante.

El lenguaje discrimina desde el mismo momento en que la RAE aún no ha incorporado el sexismo como la forma por la que se conoce, especialmente, la discriminación hacia la mujer. Aún hoy esta institución define este vocablo como “la discriminación de personas de un sexo por considerarlo inferior al otro”. El lenguaje no sólo es el continente, es el contenido. Porque desterrar la brega por la igualdad del espacio de la intimidad y arrojarlo a lo público constituye una de las conquistas de la última década en España. Y no sólo en lo referente a las violencias machistas. También en el discurso político o el tratamiento de los medios de comunicación, pese a que aún queda un largo recorrido por andar.

En el caso del castellano, la discriminación sexista pivota sobre la utilización del género gramatical. El género masculino tiene un doble valor para señalar al hombre y a ambos sexos, mientras que el femenino solo identifica a la mujer. En consecuencia, no entiendo qué tiene de malo o en qué daña a la pulcritud del vocabulario aludir al término “profesionales” para evitar los de “trabajadores” o “trabajadoras”; o el de “cónyuges” para no mencionar ni al marido ni a la mujer; o al de profesorado, también para eludir cualquier mención de género.

La posición de la RAE es conocida desde que el académico Ignacio Bosque publicó en 2012 el informe Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer, ante la proliferación de guías oficiales con lenguaje no sexista. Bosque recuerda en su informe que “hay acuerdo general entre los lingüistas en que el uso no marcado (o uso genérico) del masculino para designar los dos sexos está firmemente asentado en el sistema gramatical del español”. En todo caso, en sus conclusiones rechaza que el léxico, la morfología y la sintaxis de nuestra lengua tengan que hacer explícita sistemáticamente la relación entre género y sexo, de forma que se consideren automáticamente sexistas las manifestaciones verbales que no sigan tal directriz, ya que no garantizan “la visibilidad de la mujer”.

Puede que el desdoblamiento del masculino genérico resulte cansino. Puede también que algunas guías de lenguaje no sexista atenten contra la gramática o la sintaxis. Pero, tal como subraya Concha en su texto, aún siguen perpetuándose los usos machistas del lenguaje. Por tanto, nivelar este terreno con cierta flexibilidad gramatical no parece un empeño superficial. De ahí que resulte acertada, en la forma y en el fondo, la campaña del Instituto de la Mujer de Castilla-La Mancha con motivo del Día Internacional de la Mujer. O del Día de la Mujer Trabajadora, que tampoco en este matiz la jeringonza es imparcial.

Posiciones académicas al margen, quizá conviene recordar que el sexismo del lenguaje se cuela hasta donde menos lo esperamos. La canción Libertad sin ira, de Jarcha, que se hizo popular en la Transición, decía en un verso: “Gente que solo busca su pan, su hembra, su fiesta en paz”. El propio Bosque, en un artículo en El País, citaba el libro ¿Es sexista la lengua española? (Barcelona, Paidós, 1994), en el que Álvaro García Meseguer detallaba por qué son sexistas frases como Hasta los acontecimientos más importantes de nuestra vida o como elegir nuestra esposa o nuestra carrera están determinados por influencias inconscientes, “ya que introducen una marcada perspectiva androcéntrica en una afirmación general sobre los seres humanos”.

“Si quieres que te sigan mujeres, ponte delante”, escribió Quevedo. “Las mujeres parecen primero ángeles, luego supone uno si serán demonios, y poco a poco empieza uno a comprender, que son hembras, como las yeguas, como las vacas…”, añadió Baroja. Venimos de esta tradición, sí. O sea que tal vez no es buena idea machacar con desdoro los excesos que ahora se puedan plasmar en los manuales de lenguaje inclusivo.

Salvo ciertas sociedades matriarcales, durante siglos y milenios la mujer fue silenciada, negada y recluida en las labores de reproducción y las tareas domésticas. Es evidente que la situación de las mujeres ha avanzado en la igualdad de derechos, pero perdura una brecha social y económica que supone un baldón de ignominia. En la UE, las mujeres siguen ganando una media de 16,3% menos que los hombres y su presencia en los consejos de administración de las grandes empresas cotizadas se limita a un 18%. Por no hablar, en último extremo, de las casi 800 mujeres asesinadas en España por sus parejas o exparejas desde 2003.

Desde luego, estas cifras indican cuáles son los objetivos de fondo en materia de desigualdad de género. La cuestión es que para afrontar este desafío antes hay que cambiar muchas mentalidades. Y para cambiar mentalidades hay que operar en el espacio público. Y para operar en el espacio público el elemento sustantivo es el lenguaje, que aún sigue discriminando a las mujeres.

Las políticas progresistas han sido fundamentales tanto para dar pasos en favor de la igualdad a lo largo de los últimos años. No se trata de incurrir en la corrección política, sino de entender que lo incorrecto es el anacrónico desprecio de las mujeres en las herramientas de comunicación. Feminismo es sinónimo de igualdad. Y también en eso el lenguaje juega un papel mollar porque las mujeres han visto cómo su propio movimiento de emancipación aparecía sesgado y contaminado en el léxico político.

La anarquista Federica Montseny, que fue la primera mujer ministra en España, en su novela La victoria (1925), escribió: “Hay pocas mujeres capaces de concebir la verdadera libertad mutua y sin límites para ambos sexos…, pero aún son menos los hombres capaces de aceptarla, sean reaccionarios o avanzados”. Montseny, exiliada y perseguida después de la Guerra Civil, propuso durante la 2ª República la desaparición de “la familia patriarcal” –para que ninguna mujer se viera privada de libertades y derechos-; la colectivización del cuidado de los hijos –para evitar la sumisión femenina-, la creación de liberatorios de prostitución; y el primer proyecto de ley del aborto en España. Pero también perfiló un modelo de mujer moderna en el que el lenguaje jugaba un papel esencial. Lo uno no se entiende sin lo otro. Basta repasar sus libros y discursos.

La frivolidad en la España del siglo XXI no es decir “hombres y mujeres” o “castellano-manchegos o castellano-manchegas”. O “periodisto”, que no existe, por periodista, para caer en la chacota. La frivolidad es negar que la igualdad social entre hombres y mujeres empieza en la lengua.