Por las cercanías de Sigüenza (II)

Salinas de Imón, en las tierras de Sigüenza
Salinas de Imón, en las tierras de Sigüenza

(Continuación)

La luz va cambiando lentamente y unas nubes negras amenazan con llover. A los viajeros les gusta la lluvia, les atrae, les relaja y aprovechan la ocasión para seguir la ruta que podríamos llamar “de las Salinas”. Para ello, pasado Palazuelos, llegan a la desviación de Bujalcayado.

La lluvia no para y lo que queda del pueblo, cuatro casas, una mujer y dos niños, da la impresión de una muerte cercana, pero al tiempo, hay en el ambiente una paz envidiable. Los niños juegan con unos camiones de plástico más grandes que ellos y la mujer mira a los viajeros con ojos de desconfianza. No es de extrañar en estas soledades.

Una casona conserva su puerta adovelada recordando pasadas glorias. Otras, más pobres, pero igualmente bellas, mantienen medio borrados algunos dibujos en sus fachadas. Algo calados, los viajeros se acercan a la iglesia que, como siempre, permanece cerrada y se quedan con las ganas de ver su magnífico retablo.

Iglesia de Olmeda de Jadraque
Iglesia de Olmeda de Jadraque

Siguiendo el camino, hoy carretera- el viajero viejo la conoció siendo un caminucho-, se llega a La Olmeda de Jadraque, situado en la ladera de un valle. El viajero viejo piensa en el pasado mientras otea el amplio horizonte en el que se “huelen” desde lejos los restos de antiguas construcciones celtibéricas.

La iglesia asoma su espadaña por encima del caserío; la lluvia le da un color indescriptible.

Las calles están desiertas, o por mejor decir la calle, puesto que, al parecer, el pueblo se extiende a los lados de un camino pasajero formando una calle, la Mayor, que los viajeros recorren en toda su longitud.

Aquí y allí vuelven a aparecer firmas, fechas y dibujos casi infantiles en las paredes de algunas casas.

Los campos, ahora esponjosos por la lluvia, no refulgen el oro de sus cereales como sucede en los meses de verano. Desde allí se ven los pueblos de los alrededores y el viajero piensa que no está solo, que el mundo es más ancho de lo que parece y que aún queda vida en estos rincones de Dios. El viajero tiene la costumbre de acercarse a contemplar de cerca los cementerios de los pueblos que visita. En este, que parece abandonado, las yerbas crecen a sus anchas por entre los sepulcros que trepan por ellos. Ahora que ha escampado y asoma un solecillo tenue por entre las nubes, algunos caracoles dejan la huella de su camino sobre el mármol blanquecino. Hay pájaros que van y vienen, que vuelan alegremente en señal de bonanza, mientras un perro, quizá perdido en alguna cacería cercana, bebe agua en el pilón de la fuente de los tres caños, junto a la arboleda.

Tras este refrescante y ameno paseo, los viajeros regresan al coche y desandando el camino se acercan a Imón, que quizá fuese la capital de la sal de la zona, aunque en la actualidad ya no es lo que era.

Salinas de Imón
Salinas de Imón

Junto a la carretera aparecen los gigantes almacenes que todavía almacenan sal. Al lado están las balsas o albercas que sirven de secadero por evaporación y, una aquí y otra allá se ven dos norias. La verdad es que estas salinas, este complejo industrial debería conservarse como libro abierto en el que poder aprender las futuras generaciones. Una asociación cultural parece estar interesada en su mantenimiento y para ello edita una revista que lleva por nombre, precisamente, El Alfolí; una asociación que también ha publicado una serie de libros cuya lectura aconseja el viajero. Una colección de postales con color sepia recuerda las tareas que antiguamente se llevaban a cabo, a brazo y a sangre, en estas salinas y otras similares.

Imón, el pueblo, queda a un tiro de piedra y está ubicado sobre el río Salado. Imón, que era un pueblo más o menos destartalado, se ha convertido en un ejemplo de cómo deben conservarse los pueblos. Sus calles están limpias “como los chorros del oro”, arregladas y sus construcciones en perfecto estado y, además, el viajero puede comer y pernoctar en varios establecimientos apropiados para ello. En la parte de abajo del pueblo, junto al puente, hay un establecimiento balneario atractivo y bien decorado.

Calles de Imón
Calles de Imón

Comienza a llover de nuevo y es posible que nos tiremos así todo el día-, dice el viajero joven.

Puede que lleve razón, al viajero viejo le gustaría que así fuese.

El viajero joven, algo cansado, extiende el asiento del coche y se tumba en él, mientras que el otro viajero pasa un buen rato ruando, yendo y viniendo por las calles, una por una, fijándose en sus edificios.

La iglesia conserva en su pared una inscripción de la pasada guerra civil. Desde la barbacana se abarca con la mirada el valle del río y, junto al pueblo, abajo, a sus pies, unos huertecillos producen algunos frutos. Parecen huertos más para entretenerse y olvidar la cotidiana existencia que para coger unas pocas lechugas…

Salinas de Gormellón
Salinas de Gormellón

El viajero viejo se empeña en ir hasta Santamera pasando por las salinas de Gormellón. A Santamera hubo un tiempo en que le pusieron el apellido “de los Grajos”, pero no cuajó.

El viajero viejo conoció este pueblo con un habitante -una auténtica demotanasia que nunca ha llegado a preocupar a los políticos-, una bombilla y un molino. Los scauts y otros grupos juveniles acampaban en sus eras, cerca de Pico Buitre. Por encima del lugar sobresale la iglesia, muy arreglada en tiempos modernos, aunque parece datar del siglo XVI.

Ahora, un grupo de jóvenes más o menos desencantados con la vida urbana, han ocupado algunas casas, equipadas con agua y electricidad, y las han acondicionado convenientemente. Cuidan ganado, hacen quesos y muchas cosas más y, una vez al año, celebran una fiesta a la que acuden otros jóvenes que como ellos viven en pueblos más o menos cercanos. Se trata del día de San Chivín o Xivín, en el que se celebran unas jornadas para una alimentación local, artesana y ecológica, a la que suelen acompañar pasacalles, magia, conciertos de música folk, música de calle, teatro, comidas populares, etc. y que suele celebrarse, con la fresca, hacia el día 13 de diciembre. Al menos así fue en 2014, según recuerda el viajero viejo.

Paisaje de Santamera
Paisaje de Santamera

El día sigue gris, llueve mansamente y los tejados tienen un color rojizo peculiar. De algunas chimeneas sale un humo blanco que extiende el olor de la leña por todo el vallejo. Las yerbas, mojadas, lustran los zapatos…

Los viajeros, en silencio, regresan a Sigüenza, disfrutando del sonido de la lluvia contra el parabrisas y el techo del auto. Hay como una paz espiritual en el ambiente y el silencio que ambos mantienen contribuye a la introspección, al pensamiento íntimo.
Sigüenza bien vale unos torreznillos con vino tinto o en su defecto unos chorizos abiertos en canal. Los viajeros, sin decirse nada, deciden meterse algún comistrajo al bandullo, por aquello de apagar el fuego del hambre.

(Continuará)