Nacimiento, vida y muerte de Quitameriendas

Nací uno de los últimos días del mes de septiembre en la umbría de la sierra de Alto Rey. De mis primeras etapas de vida recuerdo el sol del mediodía centelleando en lo más alto de un cielo azul claro. Yo estaba aún verde, era una hierba más. Eran días largos, en la mañana aún se escuchaba a alguna cigarra apurando su hora en el reloj de la música del campo, pero el berrear del venado bajo el arrebol último de la tarde ya señalaba un tiempo nuevo. Frescos días de calma, en que las primeras lluvias habían conseguido por fin vencer a los rigores del verano.

Poco a poco callaron los últimos grillos, y los segundos nocturnos se agrandaron bajo el ritmo lento del canto del autillo. La lluvia y el viento azotaban la sierra la mañana del día que me hice flor. Recuerdo los regatos descendiendo profusamente hacia el valle, donde el eco de los truenos parecía abrir la tierra para dar paso al arroyo crecido. La luz tenue filtrada entre las nubes empezaba a debilitarse cuando, en cuestión de minutos, las nubes se disiparon y el aire comenzó a enfriarse. Fue entonces cuando separé mis pétalos para atrapar en mi corazón los últimos rayos del sol. Arriba, un cielo añil profundo pregonaba el primer atardecer del otoño.

El día siguiente amaneció claro. De aquella mañana recuerdo, desde mi pradera rodeada de gayubas, el contraste de verdores en la ladera. Pinos de carbón verde intenso flotaban sobre el denso mar verdiplateado de los rebollares. En lo más profundo del valle, como señalando el camino a las truchas, el verde de los chopos empezaba a vestirse de dorados matices otoñales. Estos días intermedios de mi vida me enseñaron la belleza de lo cambiante y lo fugaz. Las nubes, las hojas de los árboles, la hierba y los pájaros, todo estaba en constante movimiento, acaso yo era el ser más quieto y estable de toda la sierra.
Mas no confundáis quietud y calma con soledad. Cada día recibía toda clase de visitas. De todas ellas, ninguna me causaba tanta felicidad como la visita de las alegres abejas, cuyo aletear hacía temblar mis pétalos como la mejor de las músicas. Una mañana llegaron a mi pradera las vacas. Pastaron en mi pradera durante todo el día. Al caer la tarde, desaparecieron lentamente umbría abajo. Sus cencerros resonaron en las cumbres hasta bien entrada la noche. Una de aquellas tardes, recibí la visita de la manada de lobos.

Recuerdo claramente la honda impresión que me dejó su música, la más hermosa, clara y profunda que he oído durante los días de mi vida.

Así pasaron mis horas, del día a la noche y del color a la música, y poco a poco fui perdiendo color, como todo a mi alrededor. Esta mañana, tras una noche más fría de lo habitual, divisé en el cielo una bandada de aves en forma de V que volaba hacia el sur a gran velocidad. Por unos segundos, los graznidos trompeteros de decenas de grullas inundaron el monte. Escuchando el pregón otoñal de las grullas, soñé con que quizás nosotras, pequeñas y efímeras flores de montaña, también signifiquemos para alguien el cambio, el retorno y el inicio del ciclo de la vida.

Horas después, el cielo comenzó a teñirse de un gris blanquecino, claro y brillante. Una brisa cambiante azotaba las gayubas y los piornos, alternándose con minutos de calma en que la música del campo parecía apagarse. Entonces conocí el silencio. Un copo de nieve temprana descendió sobre mi encendido corazón. Todo en la sierra era silencio. En las cumbres y en los valles, los pájaros callaban, las abejas dormían en algún lugar remoto, hasta los regatos parecían haber perdido su arrullo constante. Y entonces tuve frío.

Mis días han sido cortos, y seguramente vanos, como la caída de la gota de agua que se desprende de una nube solitaria. Sin embargo, tuve tiempo para conocer las iridiscencias de la luz en las mañanas de otoño, la alegría del canto de los pájaros y las otras músicas del campo. Si pudiera describiros la música de esta sierra… pero no sirven las palabras para dar forma a la inefable sinfonía del transcurso de la vida en este rincón de la sierra. Ahora, mientras la primera nieve del año entierra mi corto tallo, cierro los pétalos en íntimo silencio para guardar en mi interior el recuerdo de la música del campo. Vendrán días gélidos, pero tras ellos volverá la primavera, cargada de grullas y de abejas, de lluvias, sol, ganado y lobos. Yo estaré bajo la tierra, esperando el momento para volver a florecer. Y quizás alguien sepa leer en mis colores la llegada de un tiempo nuevo.


Pseudónimo: El Narrador

Autor: Ángel Fernández Carrillo