Y dale con las diputaciones

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Pedro Sánchez y Albert Rivera, en una reunión reciente en el Congreso. | Foto: elmundo.es

Albert Rivera condicionó ayer el apoyo de Ciudadanos a la investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno a la aceptación de cinco puntos que exigen una reforma constitucional. Uno de ellos es la supresión de las diputaciones, una medida estrella en un partido cuyos cuadros de dirección proceden de corredores urbanos. Sánchez respondió en un canutazo ante los periodistas que sí, que aceptaba pulpo como animal de compañía y que habría enlace PSOE-Ciudadanos. Después, en un tuit, el secretario general del Partido Socialista aseguró: “Iniciaremos la supresión de las diputaciones para crear consejos provinciales de alcaldes/alcaldesas que garanticen la igualdad de los españoles” (sic).

Y así, amigos, es como ahora se construyen los gobiernos en España. A golpe de ruedas de prensa, arrebatos mediáticos y volantazos políticos a mayor gloria de los intereses personales de los señores candidatos. Que Sánchez aceptara el encargo del Rey para formar gobierno tiene dos virtudes: permite al PSOE recobrar la iniciativa (algo que no ocurría desde 2011) y aísla al PP de Rajoy. Que el propio Sánchez, en este trámite, explore acuerdos a izquierda y derecha resulta edificante y legítimo, otra cosa es que no sea efectivo. Pero que toda una investidura acabe pivotando sobre el futuro de las diputaciones provinciales es, sencillamente, abradacabrante. Por no decir ridículo.

La posición del PSOE con relación a las diputaciones ha sido siempre oscilante. Bono las odiaba, entre otras cosas, porque supusieron un foco de insurrección permanente a su poder omnímodo en Castilla-La Mancha. La dirección federal socialista primero las defendió, luego las vituperó y, finalmente, las volvió a defender por imposición de la federación andaluza y pese a que el propio Rubalcaba se mostró dispuesto a su eliminación. A los socialistas con las diputaciones les pasa lo mismo que a Bono con Caja Guadalajara: no les interesaban hasta que empezaron a gobernarlas, y han empezado a no volver a interesarles desde que el PP controla 19 de los actuales Gobiernos provinciales.

En el caso de Ciudadanos, todo es mucho más nítido. Su postura en este asunto es un absoluto despropósito y demuestra el escaso conocimiento del medio rural por parte de la dirección del partido naranja y también del propio Rivera. Ya en la campaña de las municipales de 2015, uno de sus eurodiputados se acercó hasta Guadalajara para proponer el cierre de las diputaciones y de los ayuntamientos pequeños, que en nuestra tierra es tanto como decir más del 90% de las poblaciones. Hay que tener las luces muy cortas para venir a una provincia con 288 términos municipales y una densidad de población más baja que Siberia a exigir tamaña sandez. Pero estamos en la época del buenismo postcrisis, y al personal le regala el oído todo aquello que suene a reducción del gasto y eliminación de la celulitis de la Administración.

PSOE y Ciudadanos deben aclarar si pretenden suprimir las diputaciones o transformar su modelo para articular un Consejo de Alcaldes que, posiblemente, convertiría una administración escasamente democrática (la elección de sus miembros no es directa) en un ente nada democrático. Porque si lo acordado por Sánchez y Rivera es liquidar las diputaciones para alumbrar una especie de burós políticos de alcaldes, flaco favor harían no sólo al gasto público sino también a los ciudadanos.

Las diputaciones gestionan 23.000 millones de euros de presupuesto en España. Prestan unos servicios fundamentales en las áreas rurales: basuras, agua, cobro de tributos, infraestructuras… ¿Han pensado Sánchez y Rivera quién sustituirá a las diputaciones en la ejecución de estos servicios? ¿Seguro que las comunidades autónomas están en condiciones de cumplir esta tarea con la misma sensibilidad que otorga el elemental principio de proximidad en el Gobierno?

Es cierto que el enchufismo ha sido una práctica demasiado extendida, que la elección de segundo grado de los diputados provinciales alimenta la partitocracia y que el volumen de empleados en estas administraciones (más de 60.000) es a todas luces desproporcionado para la función que tienen encomendada.

Sin embargo, plantear el cierre de las diputaciones sin acometer antes una profunda reforma de la Administración Local se antoja una decisión demagógica y estéril que, además, creará una enorme frustración entre los ayuntamientos pequeños. Y no sólo porque el papel de las mancomunidades quedaría de nuevo en el aire, sino porque tampoco se afrontaría una de las asignaturas pendientes desde la Transición. Entonces, el régimen constitucional facilitó la transferencia de competencias y recursos de la Administración General del Estado a las comunidades autónomas, pero no de éstas a los ayuntamientos. Por tanto, bajar la persiana de las diputaciones dejaría en cueros a los municipios de menor entidad, justo aquellos que las necesitan para garantizar los servicios supramunicipales.

Rubalcaba cifró en algo más de 1.000 millones de euros el ahorro por la clausura de los gobiernos provinciales. Ciudadanos eleva este cálculo a 5.000. Es un brindis al sol. ¿Qué harían con los funcionarios? ¿Y quién pagaría los costes de los servicios que ahora prestan las diputaciones? No busquen muchos datos sobre el particular en el programa electoral de este partido. Sólo encontrarán literatura para adornar una iniciativa que le sirve a Rivera para presentarse en los salones enmoquetados de Madrid y de Barcelona como campeón de los recortes. Lo sorprendente, en este caso, es que un partido como el PSOE, con una notable raigambre de penetración local, le haga el juego a Ciudadanos en una cuestión que, en términos estatales, resultan migajas presupuestarias.

Tampoco cuela el subterfugio de la deuda pública. La fusión de ayuntamientos puede o no mejorar la gestión local. Ese es un debate pendiente en nuestro país, cierto. Pero lo que es evidente es que ni esta medida ni una eventual abolición de las diputaciones se justificaría por el agujero económico de los entes locales. En la lista de las 20 localidades más endeudadas de España no figura ninguna de menos de 20.000 habitantes, según el Ministerio de Economía. Ninguna.

Es probable que, en las próximas semanas, el PP desempolve su campaña en favor de las diputaciones y que sus dirigentes vuelvan a decir estupideces como que Ciudadanos quiere “cerrar pueblos”. Entre quienes sueltan estas boutades y quienes afrontan la necesaria reforma de las administraciones públicas podando por el lado más fácil –el de los pueblos- media un abismo de seriedad política que en España siempre acaba echándose en falta.

La propuesta de Sánchez y de Rivera es puro humo porque, entre otras cosas, requiere del concurso del PP para modificar la Constitución, si bien es cierto que la doctrina no tiene claro si es necesario reformar el artículo 141. Pero, sobre todo, deja claro la incapacidad de la clase política para afrontar debates de calado en lugar de caer en eslóganes de fácil venta en las portadas de los periódicos.

Las diputaciones son imprescindibles en las provincias con muchos núcleos, con una población dispersa y envejecida y con grandes bolsas de despoblación, como es el caso de Guadalajara, de toda Castilla, de La Mancha y de buena parte de la cornisa cantábrica. ¿Sería necesario reformar las diputaciones? Sí, a fondo. ¿Sería positivo una revisión de sus competencias? Sí, también. ¿Sería adecuado adelgazar su estructura para potenciar su función operativa? Por supuesto. ¿Sería idóneo democratizar su elección permitiendo a los ciudadanos votar a sus diputados provinciales? Evidentemente.

Por eso resulta una colosal chapuza que justo los dos partidos que pretenden armar un Gobierno “reformista” renuncien a una reforma de calado para el conjunto de las administraciones locales a cambio de dar carnaza al vulgo con la matraca de las diputaciones. Como si fuera la panacea. Como si no hubiera urgencias más apremiantes. Como si existiera un clamor en los propios pueblos –entre las gentes, digo- para clausurar la única administración que envía albañiles y fontaneros cuando se necesitan, que arregla caminos que no salen ni en los mapas o que ayuda a conservar el patrimonio etnográfico del que nadie se ocuparía desde un despacho en la Castellana.