Las autonomías, el Senado y las diputaciones: utilidad y reformas

img_3297[Este texto responde a mi intervención en el debate organizado ayer por la Fundación Siglo Futuro, en Guadalajara, sobre la utilidad de las autonomías, el Senado y las diputaciones, junto a Juan Garrido, Carmelo Encinas, Jesús de Andrés y Javier del Castillo].

Hay que felicitar a la Fundación Siglo Futuro por plantear un coloquio alrededor de la necesidad de repensar la estructura del sistema de administraciones públicas en España más allá de la Administración del Estado. No es éste nunca un debate fácil. No suele ocupar las primeras páginas de los periódicos, ni tampoco resulta atractivo desde el punto de vista político por ser farragoso y porque suele prestarse también para abono de la demagogia y la simplificación.

Sin embargo, nadie puede dudar de que se trata de un asunto capital para afrontar el futuro del país. Como tampoco puede negarse que, con más o menos profundidad, los ciudadanos tienen un razonable interés –máxime en plena época de ajustes- sobre el funcionamiento, la eficacia y la utilidad de las administraciones públicas que sostienen con sus impuestos.

Lo primero que cabe puntualizar es que España tiene pendiente una revisión integral de las administraciones públicas, lo que pasa indefectiblemente por un análisis serio y sosegado que no esté sujeto a ocurrencias electorales ni a propuestas improvisadas.

La revisión de las comunidades autónomas, el Senado y las diputaciones puede hacerse en dos planos diferentes pero complementarios.

El primero es desde un enfoque estrictamente político y jurídico, que tiene como eje plantearse si el diseño actual sirve a los intereses de los ciudadanos. El otro atañe a una visión económica y presupuestaria que está condicionada por la coyuntura que atraviesa España desde el estallido de la crisis.

No se entiende una óptica sin la otra, así que me parece oportuno entremezclarlas para dar una visión lo más global posible.

A lo largo de los últimos años, especialmente a partir de 2010, los ciudadanos han visto cómo los diferentes Gobiernos –éste y el anterior- han centrado el grueso del ajuste en el gasto social. Dicho de otro modo: los recortes se han concentrado básicamente en las inversiones, en la prestación de servicios y en la concesión de ayudas y subsidios (sanidad, educación, bienestar social, dependencia, becas, cultura, etc.).

Ni el Gobierno anterior del PSOE, ni el último del PP, pese a disponer de una cómoda mayoría en el Parlamento, han afrontado la necesaria reforma de las administraciones públicas con el objetivo de reducir el gasto, eliminar duplicidades y optimizar su funcionamiento. Se han perdido muchas oportunidades en los últimos lustros. Pero, especialmente, se ha perdido una gran oportunidad en la legislatura de 2011, tanto por la situación económica que arrastraba el país como por la estabilidad de la que entonces gozaba el Ejecutivo.

No parece tampoco que exista interés en acometer esta iniciativa en los próximos años. No es una renuncia explícita porque es verdad que la reforma de las administraciones públicas –especialmente en lo tocante al Senado y las diputaciones- es una constante en los programas electorales de las principales formaciones políticas. Pero nunca se ha concretado el propósito de alcanzar un acuerdo serio, estable y duradero desde que en la Transición los ponentes de la Constitución materializaron la descentralización de competencias, que es la base de la arquitectura política en España.

No quiero esquivar la cuestión, así que vaya por delante que soy absolutamente partidario de las comunidades autónomas, del Senado y de las diputaciones. Pero con reformas.

MODELO DE DESCENTRALIZACIÓN

En un país como España, cuya cohesión nacional descansa precisamente sobre el reconocimiento de las singularidades territoriales, resultaría forzado por no decir contraproducente aplicar un sistema político que no reconociera desde el punto de vista administrativo la gestión de las diferentes identidades y conciencias que anidan. No somos Francia, cuyo carácter centralista determina la política nacional; ni tampoco Italia, cuyas regiones no se sustentan, salvo en casos puntuales como en el norte, no ya en supuestos hechos diferenciales ni en ensoñaciones nacionalistas sino en la certeza de una personalidad histórica, cultural y lingüística como en el caso de las regiones españolas.

Por eso creo acertado el acuerdo al que básicamente llegaron el centroderecha y el centroizquierda en los albores de nuestra democracia para alumbrar el llamado Estado de las Autonomías, y que quedó consagrado implícitamente en el Título VIII de la Constitución.

Podemos criticar el diseño del mapa del Estado de las Autonomías. Podemos también cuestionar la arbitrariedad a la hora de respetar el perfil de las llamadas nacionalidades históricas –entre las que el legislador olvidó y maltrató a Castilla-. Podemos azuzar el debate en torno a la foralidad navarra o la excepción fiscal vasca. Y podemos también convenir que la extensión del paraguas autonómico al conjunto de las regiones –el llamado “café para todos”– fue tal vez una opción que, aunque razonable en su momento, devino posteriormente en un subterfugio para atizar los agravios localistas. Básicamente, en Cataluña y el País Vasco.

Sin embargo, lo cierto es que para garantizar la vertebración territorial de un Estado como el español se hace imprescindible mantener una estructura gubernamental capaz de descentralizar la toma de decisiones. Y no sólo por un elemental principio de proximidad en el gobierno, algo aceptado y ejecutado en la mayoría de los países de la Unión Europea, sino para atender al piélago de identidades que aglutinan lo que Julián Marías llamó el “ser español”.

Estas singularidades no son una invención del legislador, ni de los ponentes constitucionalistas. Son la consecuencia de la Historia de los diversos pueblos que ahormaron lo que hoy llamamos España. Por tanto, no debemos aceptarlo como una rémora, ni como una ofensa al legítimo sentimiento de pertenencia al tronco común que es España. Debemos aceptarlo como parte sustancial de la riqueza histórica, cultural y plurilingüística de una de las naciones más viejas de Europa.

UCD y PSOE fueron los principales artífices desde 1978 del denominado Estado de las Autonomías, que tuvo su reflejo posteriormente en la Carta Magna y en el desarrollo de los diferentes Estatutos de Autonomía.

Es verdad que el mapa que trazó Clavero Arévalo, ministro ucedeo de la cosa, no siempre se ajustó al pretérito de cada provincia o a sus necesidades económicas. Pero lo cierto es que ninguno de los gobiernos de la democracia, ni a derecha ni a izquierda, se ha atrevido a cuestionar las bases del sistema autonómico. Al contrario, los diferentes Ejecutivos no han hecho más que profundizar en el mismo no sólo a través de cesión de competencias sino en los acuerdos de financiación autonómica.

No me parece un comportamiento irresponsable sino acorde con la realidad poliédrica de España. No hubiera existido el consenso del 78 sin la aceptación práctica de las singularidades territoriales. Como tampoco hubiera salido adelante la Constitución y como muy probablemente tampoco hubiéramos podido gozar de más de cuatro décadas de estabilidad política y social en democracia.

El problema, pues, no es tanto la creación de las autonomías como el desarrollo de las mismas. A nadie se le escapa que el desafío soberanista planteado por los partidos independentistas en Cataluña ha exacerbado el debate alrededor de esta cuestión. Obviamente, conviene desactivar la tensión y trasladar la discusión a un ámbito puramente racional, lejos de apriorismos identitarios o sentimentales.

Las autonomías gestionan hoy en España el grueso del Estado del Bienestar. Castilla-La Mancha es un paradigma de ello. De los poco más de 8.000 millones de euros del presupuesto regional, más del 70% va destinado a sanidad, educación y bienestar social.

Creo que la gestión regional de estas competencias ha aquilatado la dotación de servicios públicos esenciales. Porque, con independencia del pesado lastre de la burocracia, lo cierto es que nunca como en las últimas décadas se había mejorado tanto la ejecución de medidas que afectan de lleno a la vida diaria de los ciudadanos. Por seguir con el ejemplo castellano-manchego, ahí están las inversiones en los colegios de la región, en la creación de las aulas rurales dentro de los colegios rurales agrupados, la mejorar notable de los ambulatorios y centros de salud, la ampliación de las plantillas en sanidad y educación, la implantación de los helipuertos de emergencias sanitarias. Cualquiera que conozca, por ejemplo, el pasado y el presente de las áreas rurales sabe perfectamente de la importancia de estos avances que son constantemente omitidos en el debate público alrededor de las autonomías o las diputaciones, frente al constante mantra de los 17 reinos de taifas.

Lo digo sin ambages: hay una realidad oculta que difumina el impacto positivo y directo de las CCAA en la calidad de vida de los ciudadanos. Y ello no es casual, sino que responde a una tendencia política centrípeta que, aprovechando el rechazo que generan las fricciones entre algunas comunidades y el Gobierno central, no dudan en cargar contra el conjunto del sistema autonómico. Es un error colosal.

Sostenía Benjamin Disraeli que “los experimentos en política significan revoluciones”. Creo que el experimento de las CCAA no ha sido tanto una revolución como un mecanismo eficaz a la hora de garantizar la extensión del Estado del Bienestar a todas las capas de la población, con independencia del territorio en el que habiten. No es una estructura, por tanto, que cercene la igualdad de derechos. Al contrario, lo que hace es certificar ésta.

No quiero tampoco trasladar una idea idílica de las CCAA. Ningún sistema político es perfecto. Y creo que se pueden señalar una serie de vicios claramente imputables al magma de las autonomías: la generación de ficticias disensiones entre territorios limítrofes; la falta de acuerdo o de coordinación en políticas públicas fundamentales como el transporte sanitario o la ejecución de infraestructuras; las disfunciones en la ejecución de determinados servicios públicos (sobre todo, en materia de sanidad); las ambiciones o excentricidades de los distintos gobiernos regionales y, especialmente, de algunos de sus presidentes, con el efecto distorsionador que ello conlleva; o incluso la incapacidad de las propias CCAA para atender con suficiencia el amplio catálogo de competencias que tienen bajo su custodia.

En este capítulo me parece oportuno subrayar la necesidad acuciante de reducir el peso del gasto ordinario en las administraciones autonómicas y de agilizar al máximo su estructura interna, a fin de adelgazar el peso de la burocracia y hacer más útil y eficaz su engranaje. No es una utopía. Es una cuestión de voluntad política, la misma con la que los principales partidos no dudaron en realizar el proceso de descentralización del Estado a las comunidades autónomas.

Es verdad que la exigencia en el cumplimiento de los objetivos de déficit público ha obligado a las comunidades autónomas a llevar a cabo un ajuste severo en su gasto. Sin embargo, la mayoría de este recorte se ha focalizado en las partidas sociales, justo aquellas en las que más se resiente el ciudadano. Es imprescindible que las CCAA orienten su ajuste presupuestario hacia otros capítulos como la eliminación de organismos y empresas públicas o la erradicación de gastos superfluos.

En 2008, año inicial de la crisis, las CCAA creaban 1,2 organismos públicos por semana, según datos de la fundación Faes. En ese momento, Cataluña disponía de 335 entidades, seguida por Andalucía con 317. Baleares (166), Galicia (146), Madrid (137) y la Comunidad Valenciana (136).Es cierto que la reducción del déficit ha conllevado una reducción notable –salvo excepciones- de los michelines que colgaban de las administraciones públicas. Pero aún queda mucha tarea en ese terreno. El hachazo asestado a los servicios públicos no ha tenido un reflejo proporcional en el recorte del gasto de las administraciones públicas, empezando por las CCAA, cuya deuda pública, por cierto, sigue descontrolada.

LA CÁMARA ALTA, OBSOLETA E INEFICAZ

En cierta medida, y con esto entronco con la cuestión del Senado, hace falta repensar nuestra división administrativa pero sin perder de vista el horizonte de la necesaria descentralización política. El Senado es un eslabón más de esta carencia. Da la impresión de ser un objeto que los partidos se arrojan en campaña, pero que luego nadie tiene interés en transformar. Y es evidente que la obsolescencia del Senado ha llegado a su fin y que solo acometiendo una amplia reforma puede plantearse como una herramienta útil para los ciudadanos.

El Senado está concebido ahora como una cámara de segunda lectura del Congreso. Y, ciertamente, da la impresión de que la función de los senadores se limita casi en exclusiva a corregir las faltas de ortografía de las leyes que le envía el Congreso, que es donde verdad se cuece el caldo legislativo en nuestra democracia. También puede actuar, como puede ser el caso en la presente legislatura, como una cámara de bloqueo para congelar o torpedear aquellas iniciativas parlamentarias que no sean del agrado de la mayoría, en este caso, del Partido Popular.

Ocurre, además, un caso curioso. Curioso pero no único porque por desgracia es una anomalía extendida en la política de nuestro país. Casi todos los partidos coinciden en la necesidad de reformar el Senado, pero ninguno se ha atrevido a impulsar este reforma y tampoco parece existir acuerdo a la hora de ejecutar la misma.

Lo que es una verdad empírica es que el Senado no puede seguir como hasta ahora porque ni tiene un papel activo en la acción del Poder Legislativo ni cumple la función oficiosa de cámara territorial, tal como en principio sería deseable.

Desde El Mundo, diario del que soy editorialista, hemos propuesto en reiteradas ocasiones –y así lo hicimos también las propuestas de regeneración que publicamos inmediatamente antes de las elecciones generales del pasado mes de diciembre- reconvertir el Senado en una verdadera Cámara de representación territorial del Estado con competencias legislativas al respecto.

Esta tarde hablo a título individual, pero coincido absolutamente con esta propuesta. Primero porque garantizaría la función de cámara territorial, lo que es importante a efectos de coordinar la estrategia entre las distintas CCAA, y también porque reduciría el número de miembros y, por tanto, también el gasto.

Existe un consenso generalizado sobre la necesidad de reformar la Constitución para transformar el Senado en una cámara de representación territorial. Podemos defendió esta iniciativa en los últimos comicios. Lo que carece de sentido es mantener la institución como una Cámara de segunda lectura y un refugio para políticos marginados por sus partidos. El modelo que propone El Mundo y que yo comparto se asemeja al Bundesrat alemán, en el que están representados los 16 länders. El procedimiento de elección sería mediante circunscripciones autonómicas. Cada comunidad tendría dos senadores, pero el número de representantes se incrementaría en función de la población. El sistema que defendemos daría lugar a un Senado con unos 100 integrantes, en el cual Madrid elegiría ocho senadores y La Rioja, dos.

Admito la dificultad para la reforma del Senado y admito también que existen otros planteamientos más radicales que pasarían por su eliminación. Creo que sería una vía equivocada. Vale para el Senado pero también para las diputaciones: resulta demagógico y oportunista exigir el cierre de instituciones sin plantear alternativas. Entre otras razones, porque también es una forma de neopopulismo. Hacer este tipo de planteamientos sin sustentarlo en cifras y hechos no conduce más que al descrédito de las instituciones y del sistema democrático de representación.

Por tanto: reformas sí, y cuanto más ambiciosas, mejor para el conjunto de la población; medidas drásticas, las justas y necesarias.

DIPUTACIONES: UNA INSTITUCIÓN ÚTIL PERO INFRAFINANCIADA

Concluyo analizando el papel de las diputaciones provinciales, que en cierta medida está ligado al del Senado, por cuanto también en los últimos tiempos están siendo objeto de un cuestionamiento continuo de algunos partidos políticos (Ciudadanos y UPyD, sobre todo) y de amplias capas de la opinión pública.

Merece la pena establecer diferencias. El Senado es una institución estatal cuya elección responde directamente al mandato de los ciudadanos. Las diputaciones provinciales, en cambio, son instituciones de una unidad territorial en sí mismo cuestionada –la provincia- y cuyos gobiernos son elegidos directamente por los partidos políticos. La elección de los diputados provinciales es de segundo grado (el ciudadano solo puede votar en las municipales a los concejales de su localidad) y el del presidente de las diputaciones, una elección de tercer grado.

La utilidad de una administración no viene determinada por la pureza democrática en la elección de sus miembros -los ciudadanos no elegimos a quienes gestionan las mancomunidades y éstas son muy útiles para organizar la recogida de basuras- pero sí es relevante a la hora de acometer una reforma sustanciosa.

Eliminar las diputaciones provinciales es una recurrente amenaza en vísperas de todas las campañas electorales. Luego el asunto se difumina en la niebla de las legislaturas y pasa a mejor vida hasta que algún partido se encarga de rescatar el tema en la siguiente campaña.

Y aquí debo hacer una reflexión en voz alta más allá de la frialdad de los datos.

La visión urbana del medio rural suele ser distante y altanera. Las metrópolis se pelean por organizar Juegos Olímpicos y construir aeropuertos descomunales. Pero reniegan de los trasvases, las centrales nucleares o los almacenes de residuos radiactivos, artefactos tan positivos y estupendos que ninguna gran ciudad puja por ellos, pese a los réditos económicos que acarrean. En 1975, la mitad de la población española vivía en ciudades de más de 100.000 habitantes. Ahora el 80% se concentra en el 12% de los municipios. España consolidó a lo largo del siglo XX una tendencia que ha ahormado su actual fisonomía: una aglomeración concentrada en Madrid y las capitales periféricas alrededor de la industria y el turismo y unas bolsas enormes de despoblación en el interior y el oeste. En este contexto, y no sólo el de la crisis, hay que encuadrar el debate sobre la fusión de ayuntamientos y la eliminación de las diputaciones, resucitado por Ciudadanos en la campaña de las municipales de 2015.

La manga ancha con la que se ventilan las obras en la ciudad se torna en lupa microscópica cuando se explora la España paupérrima. La ruta del despilfarro se extiende desde Finisterre hasta el Cabo de Gata, pero no lleva el sello de los ayuntamientos más modestos.

Nadie cuestionó -hasta la implosión del ladrillo- la quiebra de las radiales madrileñas, el fiasco del AVE o el coste del soterramiento de la M-30, que se presupuestó en 1.700 millones de euros y acabó en más de 6.000. La prensa pone el foco en Carlos Fabra, Alfonso Rus y José Joaquín Ripoll, insignes representantes de la celulitis que gangrena la política de proximidad, porque es cierto que los partidos han parasitado instituciones útiles para la Administración local. Sin embargo, la mugre de la corrupción y el enchufismo tapona el hecho de que sin los fontaneros y los técnicos de las diputaciones, los pueblos con menos de 5.000 habitantes (el 84% de los 8.112 municipios españoles) tendrían mucho más difícil salir adelante. De hecho, no saldrían.

Abordar el futuro de las diputaciones desde una perspectiva estrictamente económica forma parte también de esa manera displicente con la que se otea el campo desde algunos despachos de la Castellana o la Diagonal.

Las diputaciones provinciales gestionan 23.000 millones de euros de presupuesto en España. Prestan unos servicios fundamentales en las áreas rurales: basuras, agua, cobro de tributos, infraestructuras…

Plantear la eliminación de las diputaciones no debería ser tabú, pero teniendo presente que no se puede prescindir de una estructura de gobierno que garantice el acceso a los servicios básicos en los pueblos pequeños. Recalco: básicos. Porque los lugareños no exigen hospitales ni institutos de secundaria en cada aldea. Piden infraestructuras y un nivel de inversiones razonable. Piden también que se entienda que la principal causa de la despoblación es la desigualdad.

El endeudamiento de las diputaciones se disparó un 34% entre 2008 y 2012, según los balances del Ministerio de Hacienda. En ese periodo, el pasivo de estas instituciones pasó de 4.826 millones de euros a frisar los 6.500. La Ley de Bases de Régimen Local les otorga un papel ambiguo, pero lo cierto es que su función se ha convertido en un activo para los pueblos que necesitan como el comer un ente que coordine servicios supracomarcales.

Por eso estoy convencido de que más positivo que eliminar las diputaciones sería reformarlas, que es algo menos lucido de cara a la galería pero quizá más eficaz.

DEMOCRATIZAR LA ELECCIÓN Y ACABAR CON EL ENCHUFISMO

Hay muchas cosas que mejorar en estas instituciones. El enchufismo ha sido una práctica demasiado extendida, la elección de segundo grado de los diputados provinciales alimenta la partitocracia, el volumen de empleados en estas administraciones (más de 60.000) es a todas luces desproporcionado para la función que tienen encomendada y la duplicidad de funciones con otras instituciones (por ejemplo, en materia de turismo) es una distorsión a corregir.

Pero, pese a ello, las diputaciones son instituciones fundamentales en las provincias de tierra adentro, aquellas en las que los pueblos pequeños dependen de su asistencia para recaudar tributos, arreglar una carretera o recoger la basura. Cualquier opción alternativa pasa por profundizar en la descentralización del gobierno. Un ejemplo a seguir puede ser el de Aragón, donde se ha llevado a cabo un proceso de comarcalización en el que se ha dotado a las comarcas de capacidad jurídica y administrativa y en la que se han reforzado las competencias de las mancomunidades, en detrimento de las diputaciones que, allí sí, podrían dejar de tener sentido.

Lo que no parece razonable es afrontar esta cuestión improvisando ocurrencias.

Ciudadanos y PSOE pactaron en marzo sustituir progresivamente las diputaciones por un “consejo de alcaldes” que, además de oler a naftalina y opacidad, requiere una reforma constitucional, por lo que sería imprescindible el concurso del PP.

UPyD lleva años reclamando la eliminación de municipios, una medida que podría suponer un ahorro de 5.000 millones de euros a las arcas públicas. El PSOE, que rebajó ese ahorro a 1.000 millones (la disparidad en las cifras da una idea de la evanescencia de las formaciones políticas en este asunto), comenzó a denostar las diputaciones cuando dejó de gobernarlas y el PP se aferra a este modelo precisamente ahora que controla casi todas.

Ciudadanos llegó a proponer la “fusión fría” de municipios con menos de 500 habitantes y la creación de mancomunidades, propuesta estrella de su partido para la campaña de las autonómicas y municipales de 2015. Cabe tener en cuenta que, por ejemplo, Guadalajara es una provincia con 288 términos municipales, de los que el 95% tiene menos de 500 habitantes. La formación naranja sostenía esta propuesta con el señuelo del ahorro sin tener en cuenta que no son los pueblos los culpables de que la deuda municipal se haya disparado. Todos los municipios de la provincia de Soria suman 32 millones de euros de deuda, mientras solo el agujero de las cuentas de Madrid rebasa los 5.936 millones. En la lista de las 20 localidades más endeudadas de España no figura ninguna de menos de 20.000 habitantes, según el Ministerio de Economía.

No hay que irse a las villas de la meseta que comparten secretario y auxiliares desde hace muchos años para encontrar derroche en el gasto público. Quizá sería mejor escarbar más cerca. De los casi 35.000 millones de deuda acumulada por las administraciones municipales en España, más de 25.500 se concentran en localidades de la Comunidad de Madrid, Andalucía, Cataluña y Valencia.

La España desértica, que parece destinada a ser solo un suministrador de ocio para el urbanita, pierde capital humano chorros. En Galicia y Asturias se venden aldeas enteras por el precio de un apartamento en Chamberí. Y el país sangra con un desequilibrio territorial que no tiene parangón en el resto de Europa. El envejecimiento de la población y la dispersión geográfica de la mayoría de la superficie española aconsejan meditar mucho el modelo de gestión en la Administración local. Porque a veces lo barato, sale caro.

Por este motivo es importante huir de la demagogia para afrontar la reforma de las administraciones públicas. No creo que sean necesarios los atajos. Casi nunca son buenos en política. Y mucho menos cuando lo que está en juego no sólo es el crédito de nuestras instituciones, sino la garantía de servicios esenciales para el ciudadano.