El cojo de Villares

Pseudónimo: Lucas Viñaspre

Autor: José Ignacio Llorente Olier

Mención

—Abuela, ¿porqué está cojo el tío Masa?

La mujer guarda silencio. Mientras, los ojos del niño se fijan en el andar de aquel hombre, que cruza la calle con paso rengo. Es agosto. Oscurece en el pueblo. Las primeras estrellas anuncian que pronto será noche cerrada. Hasta el poyo donde están abuela y nieto llega el viento del Alto Rey llevando aromas de lavanda y de cantueso, de tomillo y de romero, de la parva trillada en las eras de Villares.

Espera el chaval una respuesta, mas la mujer no contesta. Su rostro se ensombrece y su
mirar se ausenta.

***

«De este malato no hay quien haga carrera» pensó con gesto adusto José Masa, el tabernero. «Se va a enterar». Su hijo, también José y aún infante, jugaba con un soldado de plomo. Lejos quedaba todavía el pago de su entrada para mozo.

—Ven aquí.

—Dígame usté, padre.

—Me vas a hacer un mandado.

—¿A estas horas? —interrumpió su mujer.

—Sí. A estas horas —contestó severo el hombre.

Era el uno de noviembre.

—Vas a ir al cementerio a coger magarza.

Un temblor sacudió al niño.

—¿Cuándo?

—Ahora.

—Pero… padre…

—Ni peros ni peras. Echa a andar ya. Cuanto antes salgas, antes volverás. Y trae un
buen ramo.

Siguió a esa orden el silencio. El pequeño, anonadado, fue a abrir el portón, mas la madre lo detuvo murmurando:

—Ponte la pelliza, que te vas a helar.

Obedeció el chaval y salió.

Había luna nueva y distinguíase en el cielo el Camino de Santiago, que cruzaba hacia
Bustares desde el Alto del Campazo. Las dos osas, enseñoreadas de la sierra,
gobernaban sobre el pueblo.

El frío le dibujaba el resuello. Tiritando, avanzó sin más compañía que sus pisadas
sobre la pizarra. No era tiempo de cantar de grillos. Era noche de difuntos.

Ya se presentía escarcha cuando cruzó la explanada de la iglesia y llegó al camposanto.

Lo atribuló la negrura de su tapia y el resplandor de los fuegos fatuos que detrás se
adivinaban. Siniestros, amenazantes. Decían los más ancianos que aquella era la luz de
los muertos cuando salían a por los vivos; y que Dios perdonase al que cogieran…

Decían también que aparecieron en la guerra en la que los españoles riñeron con los
franceses; pero otros lo negaban, afirmando que eran más antiguos; que ya existían en
los tiempos del Señor de Mendoza, incluso antes, cuando en la sierra habitaban los
moros y los judíos…

Atravesó la verja y echó los ojos al suelo sin querer mirar al frente.

—Hay magarza bien al fondo, pero ten cuidao con las ortigas —le había musitado su
madre al salir.

Caminó junto a la tapia y se agachó a tantear.

Allí estaba la magarza.

Aprisa, sin detenerse, cogió una planta, dos…

Continuó arrancando con ahínco, hasta juntar un ramo que casi no le cabía en la mano.

Así no sufriría la bronca de su padre. Luego decidió salir.

Fue entonces, al echar un paso, cuando notó que le agarraban el pie. Intentó moverlo
mas no pudo. Algo se lo impedía. Sintió un gran dolor. ¡Era una garra que le quebraba
el tobillo! A la vez, las zarzas y las ortigas, quizá azuzadas por un ánima, le pinchaban y
zaherían. Con terror, luchó de nuevo por sacar el pie, pero, otra vez, la fuerza que lo
sujetaba se lo impidió. Entonces notó sangre brotándole del empeine.

Siguió porfiando, hasta que al fin logró librarse. Quiso correr, pero el dolor lo retuvo.

Arrastrando la pierna llegó a su casa. Llevaba la magarza entre las manos y le faltaba una alpargata.

Con hipo, interrumpido por sus sollozos, relató lo sucedido.

Su padre, desabrido, le dijo:

—Ahora mismo vamos a por la alpargata.

Obstinado, le hizo desandar lo andado y volver al camposanto. El niño José obedeció,
caminando aun dolorido.

—¿Lo ves? Ahí está. Metida en ese agujero entre las zarzas. Aquí no hay ningún fantasma.
Le dio un empellón y le hizo salir. El chaval entonces miró atrás y lanzó un grito.

***

El tío Masa, renqueando, apoyado en su garrota, gira hacia un callejón y desaparece a la vista del niño y de su abuela, a cuya mente viene esa historia, oída en el lavadero y repetida junto al fuego entre susurros.

Y el anciano recuerda con el sol ya hundido, la mueca aviesa y los malos ojos que se le clavaron mientras su padre lo empujaba.

La mirada que no puede olvidar.

El día maldito en que se quedó cojo.

La noche que conoció la sonrisa del demonio.