La Caballada de Atienza: ¡Señores Hermanos… a caballo!

La Caballada de Atienza vivirá un nuevo episodio de su historia el próximo 20 de mayo

Será la voz que los cofrades de Atienza, con la capa echada a lomos de sus cabalgaduras, esperen escuchar la mañana del próximo domingo de Pentecostés para revivir, una vez más, su ya más que centenaria tradición. El recuerdo de aquella jornada en la que Castilla cambió de rumbo. O siguió su camino, con la liberación del cerco a que estaba sometido el rey todavía sin corona, Alfonso VIII.

Es una de esas jornadas en las que historia, fiesta y tradición se unen en la celebración. Quizá también una de las más significativas, a lo largo de la historia, de la villa de Atienza. En la que se dan la mano, junto a la historia, la fiesta y la tradición, el recuerdo de quienes a lo largo de casi mil años han pasado por el pueblo y de alguna manera han formado parte del ser de esta Cofradía de la Santísima Trinidad y los Señores San Julián y San Isidro y de la Madre de Dios; que cuentan que ese es el nombre entero y verdadero –con temor a equivocarnos-, de la hermandad de los recueros.

Amanece, decimos, ese domingo de Pentecostés y acuden los mozos, y los menos mozos, con su indumentaria tradicional y sus cabalgaduras a la casa del Prioste, o Preboste, al que pudiéramos definir como “Jefe de la Hermandad”, por ese día. Los mozos con chaquetilla, los menos mozos con capa y sombrero, que es señal de poderío, ya que quienes lo llevan han servido los cargos de Prioste y Seis Principal, y son una especie de “Senadores”, con tratamiento de “seises”, a perpetuidad.

Tras eso de “¡a caballo!”, el Fiel de Fechos, o secretario, o notario de la Hermandad, pasa lista a los presentes; lee multas a quienes no cumplieron con la dedicación que merece los compromisos adquiridos con el ingreso en la cofradía; subasta la bandera y ordena encabezar la formación a dos de los “senadores”, o seises, más antiguos. Tan antiguos que puede que lleven más de cincuenta años repitiendo la gesta.

La bandera es una de esas muestras de hidalguía que conceden a los reyes a sus gentes cuando se portan bien, y estos arrieros debieron de haberse portado tan bien que merecieron, se cuenta que del propio Alfonso VIII, el derecho a portar guion, bandera y estandarte. Ahora sólo portan bandera, con los emblemas de Castilla.

Y, en formación, tras recorrer el pueblo, recoger al cura –abad de la cofradía-, y al ritmo de dulzaina y tambor, toman el camino centenario que según la tradición llevó a los primitivos arrieros a poner a salvo a su rey, luego de invocar las bendiciones divinas de su patrona, la Virgen de la Estrella.

Allí, en la ermita, es donde la fiesta se alterna con la devoción, y con la historia: procesión con la patrona; danzas a la jota morisca; ágape a lo medieval; cumplimientos centenarios… Y así pasa la mañana, que reúne, en los días buenos, con esa esencia tan característica de la Castilla convertida en austeridad, a unos cuantos cientos, a veces miles, de seguidores de la tradición.

Al cabo de la tarde llega el retorno, que comienza de la misma manera que partieron de la villa, con la voz que ordena cabalgar. Y cabalgan a lomos de mulos viejos, o caballos briosos, hasta las peñas de la bandera, donde rezan a los que fueron, y a los que dejarán de serlo. Entran en la villa, que a esas horas parece estar desierta, y tras atravesarla de punta a punta como una lanza, desembocan en lo que bien pudiéramos definir como “el hipódromo” de Atienza. Esa especie de palenque donde, al estilo medieval, y como hiciesen los caballeros medievales, estos arrieros a la moderna de la Atienza del siglo XXI se baten al galope tendido de sus cabalgaduras, al pie del castillo, observados por los miles de ojos de vecinos y visitantes, que aquí están todos los que faltaban en sus calles, a honra y gloria de don Alfonso VIII, rey que fuese de Castilla. Y del siglo XII o XIII, que recuerdan.

Claro está, que como todo es testimonio no hay vencedores, ni vencidos. Por ello el torneo termina en tablas, con los mismos buenos modales que comenzó. Y con la misma urbanidad acompañan, cuestas arriba, al abad a su casa rectoral, y este, en gratitud, les brinda una de esas limonadas castellanas de tanto añejo sabor como color; luego, con las mismas, acompañan al señor Prioste, o Preboste, a las puertas de la suya, que es donde comenzó todo. Allí reciben el mandato de: ¡Señores hermanos, pie a tierra!, que es tanto como decir que se acabó la fiesta. Alguien debe de decir aquello de: ¡Y que lleguemos al año que viene! Que mejor o peor, suele llegarse.

Esa es la esencia. Esa es la jornada castellana de Atienza y sus arrieros, que da comienzo el día anterior, con el recuerdo de los siete días que los atencinos cabalgaron hasta poner a salvo a su rey y, en eso de ponerle a todo números y cuentas a la tradición, se meriendan siete tortillas como siete soles; se bailan siete jotas y se echan siete tragos en las ya famosas peñas de la bandera, a honra y gloria de los que fueron, y de la Santísima Trinidad, que se celebra al domingo siguiente. Y vuelta a la fiesta, aunque sin cabalgadura.

Pero todos esos ritos es mejor vivirlos en el lugar donde suceden, que son los paisajes de Atienza, sus valles, su palenque y su ermita. Que allí no faltará quien les cuente lo que es cada cosa, el significado de cada gesto, que todos lo son, y se precisa de manual de instrucciones para seguirlo, que allí lo entregan para poder mejor entenderlo. Y si se fotografían los actos, y se concursa, hasta puede el visitante salir de Atienza con uno de sus famosos jamones, que hay hasta concurso fotográfico en recuerdo y memoria del gran fotógrafo provincial Santiago Bernal. Las bases las tienen los cofrades; la fiesta la ponen los castellanos, el rito los arrieros… Lo demás, corre de la mano de la Santísima Trinidad, San Julián y Isidro, que son los encargados de hacer que el día luzca como Dios manda.

Así que Atienza, que como Zamora bien vale una misa, aguarda a que ese 20 de Mayo, San Pentecostés, la tradición se cumpla. Vayamos haciendo planes, que La Caballada de Atienza aguarda, y merece la pena disfrutarla, aunque sea como simple espectador.

C. Lázaro Chicharro