La España vaciada

Pancho, mi mejor amigo, es un hombre lobo. Bueno, en realidad, es un licántropo, aunque él, tan campechano como es, no conoce ni de lejos este término. Con su boina calada y su sempiterno palillo entre los dientes, nadie diría que mi amigo pertenece a una milenaria estirpe de zampa-ovejas.

-¡Vaya pelambrera que tiene este crío! –exclamó la parturienta, nada más nacer.

-Es la viva imagen de su abuelo –se excusó su madre.

En Valdesotos, un hermoso pueblecito de Guadalajara, todos somos un poco hirsutos, por lo que el bueno de Pancho no sobresale demasiado. Eso sí, a los seis meses recién cumplidos, mi amigo parecía un chow chow adorable y peludo.

-¡Ay, qué churumbel más mono! –pensó la Asunción, segundos antes de que Pancho le arrancara de un mordisco tres falanges con artrosis y un anillo más viejo que Matusalén.

Desde aquel fatídico día, la Asunción no volvió a acercarse a mi amigo y, por si las moscas, mantuvo la distancia con el resto de su familia. Por su parte, la madre de Pancho le puso un bozal para que aprendiera a controlar sus instintos.

-Pancho, ¿a que no me muerdes? –le pinchaban en la escuela sus compañeros de clase.

La infancia de Pancho fue un tanto dickensiana, aunque, por supuesto, él no tuviera ni la más remota idea de quien fue el autor de Oliver Twist. Un día, al salir de la escuela, lo vi merodeando alrededor del establo de mi tío Paco.

-Quiero ser tu amigo –le dije con timidez.

-Yo también –respondió él, moviendo la colita.

En Valdesotos, al ser tan poquitos, no hay mucho entretenimiento que se diga. Como mucho, se puede ir a pescar al río o echar una pachanga al fútbol con los chicos del pueblo de al lado. En esto último, lo cierto es que mi amigo Pancho era un auténtico crac. Como cancerbero, no había otro igual en toda la Sierra Norte de Guadalajara y os puedo asegurar que ningún mozalbete del tres al cuarto osó jamás acercarse a sus dominios. Sobre todo, desde aquel día en el que a la salida de un córner, Pancho pinchó el balón de reglamento con una de sus garras.

-No vale –protestaron los demás-. Era el último balón que nos quedaba.

Sin duda, aquellos años no resultaron particularmente sencillos para mi amigo, aunque, como es de suponer, también vivimos momentos de asueto y diversión cuando no brillaba la luna llena.

-¿Te vienes a ver una peli?

-¿Cuál echan?

-De pelo en pecho.

Con los años, llegarían las fiestas de los pueblos y nuestras primeras borracheras. A Pancho le iba el calimocho de garrafón y, a poco que bebiera, se le subía a la cabeza y se lanzaba como un loco a la pista de baile.

-¡Auuuuuú! –desafinaba mi amigo-. Mi nombre es Denis.

Teníais que haberle visto emulando los gestos de Rafa Sánchez, cuando sonaban los primeros acordes de Lobo hombre en París, aunque, por supuesto, él no sabía que esa canción era un hit de La Unión y mucho menos que estaba inspirada en un cuento de Boris Vian.

-¿Boris, qué?

-Déjalo.

A mí, la verdad, es que me daba lo mismo cómo bailara mi amigo Pancho, o las moñas que se agarrara, pero a sus padres no y, al cumplir los dieciocho, le obligaron a sentar cabeza y al pobre no le quedó más remedio que ponerse a trabajar cuidando el rebaño de mi tío.

-Pancho, mira a ver qué haces que cada noche me falta una.
A mi amigo, cuando le caía alguna reprimenda, se le ponía cara de no haber roto un plato y miraba para otro lado. Lo malo es que el rebaño de ovejas menguó tanto, y en tan poco tiempo, que mi tío Paco se vio obligado a prescindir de sus servicios.

-Vete de aquí, pedazo de animal –le gritó mi tío, amenazándolo con su cachava.

-Pero si yo no he hecho nada –protestó Pancho, relamiéndose los labios.

Tras este percance, nadie se atrevió a contratar a mi amigo y, sin nada que hacer, se dedicó a merodear por Valdesotos sin oficio ni beneficio. Y, claro está, tan desocupado y desinhibido vivía, que se fueron sucediendo los infortunios en el pueblo.

-¡Que viene Pancho! –gritaba la Asunción, cuando lo veía venir.

Y es que primero fue el pobre don Luis, el párroco, cuyas entrañas desaparecieron en extrañas circunstancias. Luego, mi primo Gerardo, que apareció desangrado a orillas del río. Y así, uno tras otro, hasta que sucumbieron todos los habitantes de Valdesotos, incluyendo nuestros queridos animales domésticos.

-Amigo mío –me dijo Pancho hace unos días-. Parece ser que nos hemos quedados solos.

-Así es –respondí preocupado-. Creo que a esto es lo que se refieren cuando hablan de la España vaciada…


Pseudónimo: Licenciado Frío
Autor: David Acebes Sampedro