Pinilla de Jadraque también tuvo un monasterio cisterciense

El Císter es una Orden monástica fundada a finales del siglo XI, en plena Edad Media. Un periodo en el que la Península Ibérica se encontraba inmersa en la mal llamada «Reconquista» y Europa –en general– sufría una sucesión de enfrentamientos bélicos auspiciados por los reyes. En este contexto, apareció dicha Cofradía, cuyos miembros adoptaron la regla de san Benito, que deseaban seguir de forma estricta. No en vano, la entidad se formó como una reacción a “la supuesta relajación de costumbres que presentaba la hermandad benedictina de Cluny, aparecida en 910”, explican los historiadores. Por ello, los cistercienses pretendían regresar al “espíritu original de la comunidad de San Benito, de 529”.

Bajo esta filosofía brotó la nueva Orden, que –muy pronto– comenzó a expandirse por todo el continente. Lo hizo desde su «núcleo irradiador», emplazado en territorio francés. Más concretamente, en la Abadía del Císter, enclavada en la comuna de Saint-Nicolas-lès-Cîteaux, al sur de Dijon. Al espacio ibérico llegó apenas unas décadas después. Entre sus cenobios hispanos más conocidos se distinguen los de Santa María de Poblet, en Tarragona –creado en 1149–; el de Santa María de Moreruela, en Zamora –también levantado a mediados del siglo XII–; los monasterios de Santa María la Real de Iranzu y de Santa María la Real de la Oliva, en Navarra; o el de Santa María la Real de las Huelgas, emplazado en Burgos capital.

Guadalajara tampoco fue ajena a esta expansión. El territorio arriacense, que acababa de ser arrebatado a los árabes por parte de los castellanos, fue una superficie abonada para la implantación de los «monjes normativos». Por ello, se suceden los complejos cistercienses en la provincia. Los más conocidos son Bonaval, en Retiendas; Monsalud, en Córcoles; Santa María de Óvila, en los alrededores trillanos; o Santa María de Buenafuente del Sistal, emplazado en La Olmeda de Cobeta y que –todavía hoy– se encuentra en funcionamiento…

Sin embargo, no son los únicos vestigios monumentales de la referida Hermandad en tierras caracenses. En las estribaciones de la sierra norte, en el término municipal de Pinilla de Jadraque, aún se pueden visitar las ruinas de un cenobio varias veces centenario. Se trata de San Salvador, un edificio de origen medieval, que adoptó –primigeniamente– el precepto del Císter. El mismo se constituye como uno de los casos más “remotos” y “desconocidos” de todos los que se suceden en la provincia, según asegura el cronista Antonio Herrera Casado, en su libro «Monasterios medievales de Guadalajara».

Se encuentra entre densos bosques de encina, propios del inicio de la serranía, a dos kilómetros y medio al norte de la localidad. “El camino desde el pueblo es cómodo para hacerlo andando, mirando despaciosamente las bravas orillas del río, los bosquecillos que sobreviven a seculares talas y las tocas bermejas de Pálmaces, que se divisan a lo lejos”, explica Herrera Casado. “Sobre un promontorio de suave declive aparecen los muros, las heridas abiertas por el tiempo y los abandonos en la estructura primitiva del monasterio”.

– Pero, ¿cuál es el origen de este enclave?

– Fueron unos ricos hacendados atencinos, burgueses encumbrados debido a la abundancia del dinero gracias a la arriería, quienes, a comienzos del siglo XIII, fundaron en este lugar un monasterio de monjas cistercienses –explica el cronista caracense–. Lo levantaron sobre una propiedad muy amplia que esta familia poseía en una de las orillas del río Cañamares, y que recibía la denominación de «Sothiel de Hacham». Se trataba de un sotillo con evocaciones árabes.

Incluso, se conocen los nombres de los impulsores del monumento. Se trató de Rodrigo Fernández, de su esposa María, de su hermano Martín y de otros familiares próximos al comerciante de Atienza. “Usaron como monasterio unas edificaciones que había allí previamente, que se reformaron y se adoptaron para crear un lugar de culto y oración”, señalaba el investigador Enrique Daza Pardo. Así, “tras los obligados trámites de aprobación por parte del obispo de Sigüenza, a cuya jurisdicción eclesiástica pertenecía el lugar, el monasterio de San Salvador de Pinilla fue inaugurado el 17 de junio de 1218”, subraya Antonio Herrera.

“La comunidad de monjas vino, en su conjunto, del monasterio benedictino de Valfermoso, cercano a Pinilla de Jadraque, salvo alguna que llegó como nueva profesión”, añadía Daza Pardo. “Su primera abadesa fue Urraca Fernández, mientras que la priora inicial se trató de su hermana Mayor Fernández, muy probablemente perteneciente a la familia fundadora”, complementa Herrera Casado, en una de sus investigaciones sobre el complejo.

Así, la situación económica acomodada de estas «gestoras» se observó desde el primer momento, puesto que –en 1228– donaron al cenobio “una serie de tierras en Argecilla y Valdearenas, que acababan de heredar de sus padres”. Sin embargo, las dádivas a este complejo no finalizaron aquí. Se reprodujeron durante los siglos venideros. Por ejemplo, en el XIII, “el nuevo monasterio recibió gran cantidad de concesiones, tanto de personas particulares de Atienza –en cuyo espacio jurisdiccional se encontraba– como de los pueblos de las proximidades, e –incluso– de los reyes castellanos”, explican los historiadores.

Sin ir más lejos, Fernando III sancionó en 1221 un privilegio por el que “acogía a su amparo y autoridad a este cenobio”, indica Antonio Herrera. Unas prerrogativas que fueron confirmadas por su nieto, el monarca Sancho IV. El monumento llegó a tener rentas y posesiones –además de en los lugares ya mencionados– en Ledanca, Bujalaro, Medranda, Torremocha de Jadraque, Villanueva de Argecilla, Miedes de Atienza, Pálmaces de Jadraque o Valdegrudas, una localidad que se sitúa a más de 50 kilómetros de distancia. “La administración de las tierras del convento era realizada por el mayordomo del cenobio, que estaba sujeto a una serie de prebendas”, según relataba el especialista Enrique Daza Pardo.
Entre las heredades que se gestionaban desde dicho complejo se encontraban “casas, molinos, tierras de labranza –en las que se cultivaban viñas, trigo, cebada o centeno–, prados, huertos y dehesas”, por lo que “los ingresos que percibían sus miembros eran importantes”, subrayan los historiadores. Eso sí, se desconoce “la productividad de la tierra en aquel momento y los modos de cultivo que utilizaban”. Otras ganancias del complejo venían de “los derechos de paso del ganado por las tierras del señorío monacal, por el uso de los molinos para moler el cereal o por los impuestos propios que pagarían los vasallos que viviesen en su jurisdicción”. Además, “la comunidad estaba eximida de una serie de diezmos, por lo que sus gastos no serían excesivos, ya que sólo pagarían a sus trabajadores directos y a su mayordomo”.

A pesar de esta evolución positiva, la adscripción de San Salvador al Císter no fue eterna. En 1262, su titularidad pasó a la Orden de Calatrava. Empero, esta situación no supuso una contradicción con la historia del complejo. “Los calatravos, como integrantes de una institución caballeresca con raíces en lo religioso, tenían a los cistercienses como directores en lo espiritual”, se subraya en «Monasterios medievales de Guadalajara». De hecho, “el cambio no supuso el relevo de la abadesa, que –a la sazón– era Sancha de Mendoza, ni tampoco de las monjas, que continuaron siendo las mismas antes y después de la transición monástica”.

Incluso, desde la monarquía castellana se impulsó un documento marcando los límites del territorio correspondiente al cenobio de San Salvador, de Pinilla de Jadraque. La referida disposición –aprobada en el siglo XIII– se expresaba de la siguiente manera:

«Dende (sic) la peña negra fasta (sic) la peña rubia derecho de las dichas peñas aguas vertientes por ambas partes del Río derecho de las dichas peñas hasta juntar con el edificio de dicho Monasterio»

Además, “el lugar sirvió no solamente de convento de dueñas, sino también de casa de educación y recogimiento para doncellas del territorio atencino”. Allí, las familias pudientes enviaban a sus vástagas para que estudiaran. Unas funciones que permanecieron vivas hasta –al menos– el siglo XVI, ya que en 1515 tuvo lugar una reforma del edificio.

Sin embargo, “ignoramos hasta qué punto mejoró en comodidad y amplitud. Poco sería, porque –años después– las religiosas se movieron rogando primero al Supremo Consejo de la Orden de Calatrava, y luego directamente al Maestre General y Rey de las Españas, Felipe II, que las sacara de allí, y las llevara a un «lugar más poblado y animado», donde más «cumplidas» vivieran de limosnas y menos azarosos fueran sus destinos”, relata el cronista provincial. La petición de las profesas fue atendida en 1576, cuando las profesas partieron del aislado paraje de «Sothiel de Hacham» para –a continuación– establecerse en Almonacid de Zorita.

El impacto del patrimonio monumental…
Desde ese momento –el último cuarto del XVI–, “el monasterio de San Salvador fue únicamente un lugar ocupado por los rumores de las leyendas y habitado del calor y los balidos de las ovejas que, en su claustro, en su iglesia y en sus coros bajos, acomodó lanudas orfandades”, confirma Herrera Casado. No obstante, los vestigios patrimoniales del enclave siguen teniendo una gran relevancia. Pero, ¿qué resta actualmente de este cenobio del Císter? “De lo que fue el cuadrado recinto monasterial, quedan hoy solamente tres de sus lados”, enfatizan los expertos en la materia. “En el costado de levante aparece la masa alargada de su iglesia, de estilo románico, denotada tan sola por su planta, su estructura y el sencillo ábside semicircular”.

Este último se encuentra decorado “en su cornisa por algunos canecillos antropomorfos y un haz de columnas recias adosadas al muro septentrional del templo, que está construido en sencilla mampostería con sillares tan sólo en las esquinas”, asegura Antonio Herrera. “Hacia el norte, el templo se prolonga con una nave que tuerce y continúa formando el ala noroeste del convento, en la cual se abre una puerta de arco semicircular compuesto por piedra de sillería bien tallada”. Sobre la misma, aparecen tres emblemas que atestiguan la reforma que, en 1515, se llevó a cabo en el monumento. Empero, del muro de poniente “no queda nada”, mientras que en el del sur “aparecen todavía, en su parte interna, unas derruidas edificaciones en las que aparece el doble arco que servía de entrada a la sala capitular”, relata el cronista provincial.

En ese mismo costado se distingue, “tapiada y semioculta por los escombros, una pequeña puerta de arco apuntado”. Así, “el conjunto que estas ruinosas edificaciones forman en su interior, nos faculta para pensar en la existencia, en su hueco, del claustro monasterial, que sería pequeño, muy humilde, y del que –posiblemente– se obtendrían interesantes restos arquitectónicos si se procediera a realizar una excavación reglada”, concluye Antonio Herrera Casado. Por tanto, se recomienda visitar el enclave, aunque “hay que tomar precauciones, ya que las ruinas no están consolidadas”, aseguran desde Hispania Nostra.

A pesar de ello, de la mano de un recorrido por los alrededores, se conocería con más detalle la presencia del Císter –y de los calatravos– en Guadalajara. De hecho, una mayor sapiencia del pasado, siempre facilitará afrontar el presente y el futuro de la mejor manera posible. E, incluso, si se recuperan edificios históricos como el monasterio de San Salvador, de Pinilla de Jadraque, habrá la posibilidad de establecer un reclamo turístico de primer orden, que estimule el incremento del número de visitantes en la zona y la actividad económica en la comarca, gracias al turismo. El conocimiento del devenir pretérito levanta –cada vez– un mayor interés en la ciudadanía. Todos tenemos curiosidad por la historia. Es la «maestra de la vida».

Bibliografía
DAZA PARDO, Enrique. «San Salvador de Pinilla durante el siglo XIII (1218–1300): aportaciones para su estudio». Wad-al-Hayara: Revista de estudios de Guadalajara, 29 (2002), pp.: 41–56
HERRERA CASADO, Antonio. Monasterios Medievales de Guadalajara. Guadalajara: AACHE Ediciones, 1997.