Y el silencio estremece

Pseudónimo: Pelagallinas

Autor: Luis Vicente Pérez Hernando

2º Premio

En la Sierra entró por primera vez una mañana nublada. Condujo su viejo corsita de entonces por una carretera que, pasada la bifurcación de Tamajón, se le difuminaba la calzada. Su sinuosa amalgama de baches y gravilla amenazaba con desabrocharse de los recovecos de la montaña y desmoronarse ladera abajo en cada revuelta. Echó la mañana entera en llegar al destino. Hoy repite el mismo camino manejando un vehículo eléctrico sobre un firme liso, perfectamente asfaltado. Le va pisando bastante, acuciado por el temor de llegar tarde.

No puede decirse que aquel primer día encontrara una acogida precisamente cálida y amistosa. Apareció en la plaza de un pueblo hecho enteramente de pizarra y silencio, sin conocerlo de nada, porque el dado lanzado sobre el mapa aterrizó junto a su nombre.

Empezaría su recorrido por ese pequeño y recóndito lugar y, en los meses siguientes, iría descubriendo los demás enclaves que se mencionaban en los papeles apilados sobre su mesa. Probablemente era una ocurrencia de lo más peregrina. No tenía ninguna obligación de visitar todos esos pueblecitos, pero, recién aprobada la oposición, no quería limitarse a ser un chupatintas de esos que estampar sellos y archivar impresos es todo el sentido que logran encontrar a su vida. Si tenía que intervenir en la tramitación del plan de ordenación de los recursos naturales, y después en la declaración del parque desde un despacho de Toledo, quería conocer sobre el terreno de qué se estaba hablando, qué entorno se quería proteger y cómo respiraban las gentes de por allí.

Tampoco es que en el recibimiento hubiera una manifiesta hostilidad. Dejémoslo en desconfianza, evoca el funcionario Abel con una sonrisa, vislumbrando la cara sur del Ocejón. Y era natural su recelo, admite. Nadie mejor que ellos iba a saber cuidar la Sierra, como llevaban siglos haciéndolo.

Vaya, a este paso no llego ni a decir amén, lamenta contrariado deteniendo el coche. Alguien debe haber recuperado la manada de caballos que en su día pastaban sueltos e invadían la carretera por la zona de Bustares, pero nunca los había visto en este lado de la Sierra. El funcionario Abel toca la bocina. Intenta avanzar lentamente, mientras una yegua protege a su potrillo y lo saca de la calzada. Tardan sus buenos diez minutos en dispersarse y él, aún más angustiado, acelera a fondo. Tengo que llegar a tiempo, te lo debo, Celes.

Fueron unos meses maravillosos, sigue recordando, aunque no resultó fácil persuadirlos de que podrían mantener sus actividades y costumbres ancestrales. Eso sí, algo más reguladas. Pero seguiría habiendo caza, ganadería, explotación de la madera, recogida de setas, pesca y cosas así. ¡Si hasta he leído recientemente que van a restaurar una mina de plata en Hiendelaencina!, sonríe nuevamente.

Aprovechando las reuniones organizadas periódicamente para buscar la conformidad de los lugareños, fue conociendo toda la Sierra. Y cuando dice toda, es toda. No se limitó a los lugares más frecuentados por los turistas. Sí, claro, recorrió los Pueblos Negros, cómo no, ahí empezó su aventura, subió al Alto Rey, en romería y por cuenta propia, montó en bicicleta desde el castillo de Galve hacia Cantalojas y el Hayedo de la Tejera Negra, encontró sosiego junto a Bonaval y los ábsides románicos de Campisábalos y Albendiego, atrochó hasta las chorreras de Despeñalagua, aplaudió a los danzantes de la Octava en Valverde, hinchó sus pulmones con los aromas de la jara en flor… Pero también sumergió sandías en el Pelagallinas, mientras desplegaba la ensaladilla y los filetes empanados en el merendero de los Condemios, ejercitó sus glúteos caminando las empinadas callejuelas de La Huerce o Prádena, degustó algún que otro extraordinario chuletón en El Ordial…

Y en una de esas, apareció el Chúster, de profesión maderero y apariencia rubicunda. Al principio fue beligerante, pero la química acabó imponiéndose y convirtiéndolo en aliado. Cuando el romance fue evidente, sus vecinos no podían creérselo, pero jamás escucharon de nadie expresión homófoba alguna. Aunque quien más hizo por la aceptación fue Celes, el alcalde del pueblo, ya entonces bastante mayor pero muy moderno. Él mismo pidió a su colega del cercano Campillo que le dejase oficiar la boda en su Ayuntamiento, entre banderas arcoíris. El funcionario Abel siempre se lo agradeció. Luego, las cosas se torcieron y acabó dejando al Chúster y volviéndose a Toledo, pero nunca perdió el contacto con Celes.

Por fin, aparca el vehículo en el estacionamiento habilitado a las afueras del pueblo y corre hacia la plaza. Qué lástima, Celes, con la cantidad de proyectos que seguías teniendo. Pero nada es eterno, solo tu querido Ocejón lo parece. Jadeante, llega ante la puerta de la iglesia cuando sacan el féretro. Una bruma de atardecer otoñal desciende desde la cumbre, embolsando las hilachas de olor a chimenea, y el silencio estremece.